Cuéntame un cuento: `Parad el mundo, que me bajo´, por Reyes Galaz

Hoy volvemos con esta sección semanal llamada Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com

En esta ocasión el seleccionado ha sido Parad el mundo, que me bajo, de la autora Reyes Galaz. ¡Adelante con él!


Esta frase con vocación de pintada callejera la oía mucho en mis tiempos de juventud. Ya me encuentro lejos de aquellos días, pero no era por nostalgia que sus palabras se repetían en mi cabeza como un mantra, sino porque desde hace unos meses, las asumí como si fuera una misión a la que estaba destinada para salvarme la vida. Mi nivel de agotamiento, de ansiedad, estaban peligrosamente llegando al límite: “paren el mundo, que me quiero bajar”. 

Mi hermana María dice que soy una capricornio de manual, porque soy muy racional y siempre consigo lo que me propongo, así que voy a contarles cómo encontré la forma de bajarme de este mundo, ya que pararlo me iba a resultar complicado. 

La chispa saltó en una reunión de la comunidad de vecinos. La causa la motivó la vecina del tercero D, una loca que, a las ocho de la mañana, en pleno confinamiento por el asunto del Covid19, ponía música de salsa a todo volumen. Tengo que aclarar que mi edificio tiene sus años y parece que las paredes han menguado con el tiempo, se oye hasta respirar.  

A la música matutina había que añadir las conversaciones con su país de origen en plena noche, aprovechando que allí la familia se encontraba preparando la cena, y si el aparato de música se oía con fuerza, no se imaginan la potencia de voz que puede alcanzar esa mujer.   

Para resumir, en nuestra comunidad se produjo una mezcla explosiva de ingredientes que se fueron cocinando a fuego lento: a la pandemia se unió el confinamiento, y entre los vecinos que no se separaban de la televisión o de la radio, los aplausos a las siete cincuenta y cinco, y las conversaciones desde las ventanas que daban al jardín criticando al gobierno, alabando a los médicos, los comentarios del cachondo del Manolo que estaba convencido de que esto es la maldición de Franco por haberle sacado de su sagrado mausoleo, y claro está, las quejas sobre la vecina del tercero D, todo explotó. Dos días más tarde, recibí un WhatsApp de la comunidad informándome que a las catorce horas había reunión. 

Según el WhatsApp, se trataba de un tema de vital importancia. La presidenta, que vive en el segundo D, justo debajo de la susodicha, hizo gala de su carácter conciliador y en el único punto del día a tratar anunció: “Comportamientos incívicos”. Yo estaba tan desesperada que hubiera puesto algo así como: “Reunión para elegir el lugar en el jardín donde enterrar a la vecina del tercero D”. 

Para ir al grano y no aburrirles demasiado les diré que me duché, me arreglé con ropa decente (como diría mi abuela, pues llevaba casi dos semanas sin quitarme el pijama del cuerpo) y tan fresca como un amanecer en Burgos, bien maquillada y repeinada, pero bastante cabreada, me dirigí a la reunión. Nada más plantar los codos en mi ventana para mirar al tendido, me encontré frente a frente con la susodicha vecina del tercero D, aunque ella me miraba desde el piso de abajo.  

Empezamos a hablar y, como era de esperar, lo negó todo. Según ella, no existían ni la música atronadora, ni las risas a las tres de la mañana. Yo la escuchaba mentir y notaba que el cabreo me subía desde el centro del estómago, hasta que al oír que estaba deprimida y solo se animaba bailando salsa, exploté. Y no sé quién de las dos gritaba más. 

Al minuto siguiente ya se habían asomando el resto de los vecinos, o sea, el resto de pelagatos que vivimos en el edificio, con sus consiguientes consortes, hijos, algún que otro abuelo y un tío buenísimo que se había agenciado la abogada del primero C para hacer más llevaderos esos días. En menos de diez minutos aquello parecía un gallinero, volaban los insultos, las amenazas de toda índole y el ruido atronador que produjo el cierre de la ventana y el bajar con mala leche la persiana de la vecina del tercero A, que se enfadó demasiado y su marido la hizo entrar para evitarle un infarto.  

La presidenta logró que todos nos calmásemos, y con su buen hacer y más paciencia que el santo Job, consiguió convencer a la muchacha deprimida de que era mejor darse a la botella y a los calmantes, que ir pegando saltos por la casa con la música a todo volumen, y entre más de una carcajada también la felicitó por la boda de su prima y le rogó que cuando hablara con su familia moderara el tono de su voz, que para culebrones ya teníamos los de la tele, y que el lío que se traía su amiga del colegio con el marido de la Rosa María no le interesaba a nadie. Total, que la vecina del tercero D cerró la ventana y se acabó la reunión. 

A partir de ese momento, la escasa tranquilidad en la comunidad de vecinos saltó por los aires. A la mañana siguiente se reanudó mi ataque de ansiedad cuando a las siete me despertó la voz de María Calas a todo volumen.  No sé qué más sucedió durante el día, ya que no salí de la cama hasta que anocheció, pero los gritos de los hijos de los vecinos del cuarto A, los golpes en la pared de mi otro vecino, las televisiones sonando juntas, pero en distinto canal, todo ruidos, todo me hacía daño, todo me molestaba, era como si me apedrearan. En los últimos meses, mi capacidad de aguante había ido disminuyendo hasta casi desaparecer, me estaba convirtiendo en un ser antisocial, anti ruido, anti todo, y aquel episodio fue la gota que faltaba para derramar el vaso. 

Sin poder evitarlo y con mi sempiterno pijama, salí al rellano y, con mucho esfuerzo, bajé hasta el portal y me quedé sentada en la entrada, intentando respirar tapándome los oídos.  

Así me encontró la presidenta cuando volvía de pasear al perro. Me hizo entrar en el portal y, manteniendo las distancias y sin quitarse la mascarilla, intentó calmarme. 

— Pero Carmen, ¿es que no has visto el WhatsApp que mandó Manolo? —Me dijo bajando la voz, como si alguien pudiera estar escuchando detrás de la puerta—. ¿No oíste a la loca del tercero D? —. Yo negué con la cabeza. 

—Me tomé dos Diazepanes, y con los tapones puestos me dormí. Estoy agotada. 

—Pues que se pasó el día con todos los aparatos de su casa a todo meter, las dos televisiones, la radio y hasta el ordenador, fue un infierno, estuvo así hasta casi las nueve —se acercó un poco más y me hizo sentar en la escalera—. Manolo nos mandó un WhatsApp para decirnos que a las siete la iba a despertar con María Calas y tu vecina, la señora Pepa, dijo que tenía una bocina de su nieto y que se iba a colocar en su puerta y la iba a despertar a bocinazos. 

—Me quedé sin batería —fue la única escusa que encontré—, no puedo más, estoy harta, me quiero perder en mitad del monte donde no…. —y rompí a llorar con un tembleque incontrolable, como si fuera una niña; tanto me apreté las manos que casi me hago sangre. 

—Tengo una cueva en mitad del monte, mañana tengo que ir a limpiarla —me sonrió mientras yo seguía llorando—. La quiero vender, ¿quieres verla? 

—Sí —Lo dije tan alto que la señora Pepa me oyó desde el cuarto, salió de su piso, volvió a bajar al tercero y metió un bocinazo en la puerta de la susodicha, luego salió corriendo como si fuera un estudiante haciendo una travesura. 

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, estaba en la puerta del garaje esperándola. Y allá que nos fuimos. Para que entiendan mejor lo que me ocurrió al llegar a la cueva, tengo que contarles que soy agente inmobiliario, pero de los que saben tasar un piso y son capaces de calcular cuánto cuesta una reforma con solo echar un vistazo. Además de buena vendedora, detecto los problemas y los beneficios de un piso, no solo si tiene buenas cortinas, sino la distribución, los materiales, la comunidad, el edificio, la ubicación, las posibilidades, todas esas cosas que son las verdaderamente importantes. 

Cuando llegamos, vi que la cueva tenía orientación Este, la mejor, fresca en verano y caliente en invierno. La propiedad terminaba en un terraplén de unos dos metros con un forjado que impedía que la tierra se deslizara hacía abajo, y después enormes campos de cultivo, y una vista preciosa del pueblo a lo lejos; las montañas encuadraban todo lo que daba la vista, como si fuera el más bello marco para un paisaje espectacular. ¡Y la cueva! No solo vi los casi doscientos metros habitables, sino la calidad de los materiales, todos de primera categoría, las terminaciones, los muebles, los ventanales de doble cristal por donde entraba luz hasta la última habitación, la cocina totalmente nueva, con electrodomésticos de alta gama, con la pegatina todavía puesta, y casi el doble de grande que la mía. El baño parecía el de un hotel de lujo. Cuatro habitaciones, un salón de verano y otro de invierno con chimenea incluida en el fondo de la cueva. Me dio por pensar que aquello era como un útero protector, y la paz me inundó por completo. 

— ¿Cuándo escrituramos? —No pude decir más, saqué mi móvil, le hice una trasferencia y en, menos de una semana, firmamos la compraventa en el notario del pueblo. 

Y así fue como, sin parar el mundo, me bajé de un salto.  

El mismo día de la firma me acerqué a la protectora donde trabaja mi hermana María y donde yo pasaba los fines de semana limpiando y sacando a pasear a los pobres perros que no encontraban dueño. No le había contado nada, ya que estaba convencida de que me habría puesto muchas pegas. Aparqué en la puerta y, como siempre, salieron a recibirme los dos enormes perros que no había forma de que nadie les adoptara, se colocaron a mi lado y me siguieron hasta las oficinas. 

— Me he comprado una cueva —le solté a María a bocajarro—, llevo en el coche dos maletas con ropa, el capó lleno de comida y ¡quiero adoptar a estos dos perros! —les aseguro que no lo tenía pensado, solo había ido a despedirme de mi hermana, pero cuando me miraron, entendí perfectamente que ellos se tenían que venir conmigo. María me miró y no sabía qué preguntarme primero, las palabras le salían atropelladamente. 

— ¿Que has comprado una cueva? ¿Te vas? ¿A dónde? —Intentó levantarse, pero casi se cae, volvió a repetir las preguntas, pero cuando vio mi sonrisa me tendió la mano y me abrazó—. Estás como una cabra, ¿cuándo te has comprado una cueva? Pero, ¿una cueva, cueva? 

—Hace una hora he escriturado, y sí, es una cueva, cueva, con un terreno y unas vistas preciosas, me voy ahora y me llevo a los perros, te mando la ubicación y te vienes este fin de semana. 

Después de tranquilizar a mi hermana, emprendí mi nueva vida con dos perracos enormes adormilados en el asiento trasero de mi coche. 

Cuando llegamos a la cueva, y mientras yo sacaba la comida y ellos olfateaban cada rincón, se produjo el mayor milagro que he sentido nunca. Estaba metiendo paquetes en el frigorífico cuando los perros se acercaron a mí y sentí que me pedían que los acompañara, me llevaron a la habitación más pequeña, justo la que estaba más cerca del salón con chimenea, se tumbaron en la alfombra y yo en la cama, ningún sonido, nada que alterara mis nervios, la respiración de mis nuevos amigos me calmaba el alma y, sin darme cuenta, me quedé dormida, en esa cama desconocida, con el coche abierto, con las puertas abiertas en mitad del monte, y no tuve miedo, no sentí nada, o mejor dicho, me llené de nada. El todo salió por mis poros como veneno y el color volvió a mis mejillas, no sé cuánto tiempo estuve durmiendo, pero cuando me desperté subí por el camino al techo de mi cueva y vi esconderse el sol por la montaña, y con las últimas luces rojizas y el sonido del viento moviendo las hojas, andando lentamente sin perder detalle de los correteos de mis perros, regresé a mi cálido hogar. Me senté en la entrada y esperé a que la oscuridad me dejara contemplar las estrellas por primera vez en muchos años.   

Y ahora vivo aquí, en mi cueva, con el sonido de los árboles, los únicos que ahora acarician mis oídos, y con los lametones de mis perros que me sirven de despertador. He dejado el mundo atrás y soy feliz. 



Chica Sombra

2 comentarios:

  1. Hola, muchas gracias por compartirlo con nosotros.

    Besos desde Promesas de Amor, nos leemos.

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  2. Hola. Ayyy me ha encantado, me he reido la gana con la vecina alborotado, pero que luego se compincharan los vecinos a sido lo más. Y la cueva... Yo también me la hubiese comprado, para que engañarnos. Besos.

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