Cuéntame un cuento II: `Prométeme que gritarás´, por Tamara López

Bienvenidos a la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.

Hoy os dejo con Prométeme que gritarás, de Tamara López. O sea, yo.



 Take my hand, you're not to blame

Surrender to what you can't change oh God

Don't let love pass you by

Let it in, don't ask why

Gimme some, gimme some gasoline

Tell me what you want, know what I mean

And scream if you want to go faster baby

Scream if you want to go faster, Geri Halliwell


Un grito de mujer alertó a los vecinos. Algo terrible ocurría en el edificio, concretamente, en la sexta planta, desde donde un alarido femenino puso a todos los pelos de punta. Fue un sonido desgarrador, un lamento lleno de rabia, de dolor, de pena. Era algo que no parecía humano, un grito sobrenatural. Sí, eso parecía la mujer que lo emitió: un animal herido. 

Alguien aullaba pidiendo a los demás que llamasen a la policía, como si sacar su teléfono móvil, posiblemente bien a mano, dentro de alguno de los bolsillos de su bata, le costase un tremendo esfuerzo. O quizá, egoístamente, no quisiese meterse en ningún lío, ni le importaban lo más mínimo las discusiones de pareja, como si tuviese la seguridad de que aquello lo era.

Otra señora, seguramente la loca de los gatos del quinto, aseguraba que la chica estaba muerta, pues solamente había gritado una sola y macabra vez. Que ya nada haría la policía, que sería mejor llamar directamente a los bomberos para que sacasen el cuerpo.

Tara, la joven que había emitido tal lamento desgarrador, mira, en el interior del dormitorio del sexto piso, cómo su marido yace en la cama, muerto, probablemente de un ataque al corazón. Ella dormía cuando Marco despertó de muy malhumor porque no lograba conciliar el sueño ni una sola noche de un tirón, sin interrupciones. Sin mediar palabra, como siempre ocurría, la emprendió a golpes con ella, como si tuviese la culpa de que su mala conciencia no le dejase descansar, de que sus excesos, su mala vida, lo estuviesen consumiendo. Saltó de la cama y gritó todo lo fuerte que pudo, con los puños cerrados y el alma en vilo, como si algo o alguien dentro de su interior la empujase a hacerlo, justo en ese tono y volumen, para que él la dejase en paz. Al gritar, vio cómo él se cogía el pecho mientras dos regueros de sangre le caían de los oídos. Dos segundos más tarde, estaba muerto.

Más abajo se escucha un escándalo nada habitual en el edificio. Sí, de vez en cuando era testigo de alguna riña marital, de alguna que otra fiesta de sábado por la noche en el piso de Sara, la estudiante de Bellas Artes, o alguna que otra conversación banal, eso sí, a voces, entre sus vecinas por el patio de luces interior. Ese escándalo que ahora había era, seguro, provocado por ella. Por su grito. Y eso que aún no sabían que Marco estaba muerto. 

Y, en medio del caos que había provocado, Tara recordó.

Estaba en su primer año en el colegio, cuando era apenas una niña de seis, y veía cada día cómo su amiga Luisa se llevaba delicias para comer en el recreo. Su madre nunca le metía donuts, ni galletas de chocolate ni nada parecido en su mochila. No, Tara siempre llevaba un triste bocadillo de mortadela y un zumo que ni marca conocida tenía, y tampoco era siempre la misma, pues su madre se las ingeniaba para encontrar siempre alguna más barata entre las baldas del supermercado. Ese día, cuando el estómago le rugió, no de hambre, sino de puro capricho, le pidió a Luisa una de esas galletas que llevaba y que tan buena pinta tenía. Cuando su amiga se negó, Tara gritó. Lo siguiente que recuerda es que su profesora, la señorita Carmen, se la llevó a la sala de profesores y llamó a su casa para que fuesen a recogerla. El colegio cerró durante los tres días siguientes para guardarle luto a Luisa.

No entendía qué había pasado, y durante mucho tiempo la acosaron las pesadillas, pero empezó a comprenderlo cuando su madre le prohibió gritar. Ante su insistencia y sus preguntas, ella se lo confesó todo: cuando tenía dos años, su padre murió de un infarto fulminante durante una de sus rabietas infantiles. Gritó tan fuerte y con tantas ganas, que al bueno de su progenitor le reventaron los tímpanos y las venas coronarias. 

En ese mismo instante, tras conocer el terrible secreto familiar mejor guardado hasta la fecha, Tara tomó una decisión: jamás volvería a gritar.

Pero, como pasa con muchas promesas, Tara la rompió en el instituto, cuando su primer novio, del que estaba tan enamorada y ciega como solo una adolescente de quince años puede estarlo, la engañó con su mejor amiga. Gritó y gritó hasta que le dolió la garganta. Los encontraron abrazados en el patio del instituto, con sangre en los oídos y el corazón más seco que los ojos de Tara, a los que ya no les quedaban lágrimas.

A los dieciocho, una negligencia médica acabó con la vida de su madre en la fría camilla de un quirófano. Cuando el cirujano salió a la sala de espera y le dio la terrible noticia, Tara gritó y corrió hacia la oscura noche, dejando tras de sí el cadáver de un doctor que, aparentemente, falleció repentinamente, pero de forma natural.

La chica vuelve al presente, a su dura realidad, al escuchar cómo alguien llama al timbre del piso. Sacude la cabeza y mira de nuevo el cadáver de su difunto marido, un maltratador que ha tenido lo que llevaba años buscándose. Total, él nunca tuvo corazón, qué más daba si latía o no.

Alguien que dice ser un policía le pregunta si está bien y le pide por favor que abra la puerta. El recuerdo de otra época vuelve a asaltarla.

Diez años atrás, la Tara de veinticinco que gritaba en contadas ocasiones volvió a hacerlo cuando un niñato malcriado y borracho al volante se llevó por delante a Canela, su perrita, su mejor amiga, su compañera de vida. Mientras recogía el ensangrentado y aun caliente cuerpo perruno del suelo, Tara gritó de forma tan grotesca e inhumana que el conductor ebrio se tapó los oídos. Al hacerlo, evitó, sin saberlo, su propia muerte. Lo que no pudo remediar fue volverse loco y que lo internasen en un psiquiátrico para el resto de su vida cuando acusó a la pobre dueña de la perrita que él había asesinado por su imprudencia de ser algo sobrenatural. Actualmente pasa sus días en una celda, repitiendo una y otra vez que Tara no es humana, que es el demonio hecho mujer. 

Fue tras este terrible episodio de su vida cuando ella cogió una excedencia de su triste y aburrido trabajo, eso sí, bien pagado, como recepcionista de un prestigioso hotel. Buscó información en todas partes: bibliotecas, periódicos antiguos, libros malditos, páginas webs de seres sobrenaturales... hasta que descubrió lo que le pasaba, lo que era: una banshee. Eso era ella, una criatura de otro mundo que al gritar provocaba desgracias. Alguien capaz de romperle los tímpanos a todo aquel que se cruzase con su temible y mortal alarido. 

Pasó unos meses terribles tras este inesperado descubrimiento. ¿Una banshee? Pero, ¿por qué? Sus padres eran humanos, que ella supiese, claro. ¿Nació así o algo se adueñó de ella en algún punto de su existencia? Decenas de preguntas se agolpaban en su mente, pero Tara no encontraba respuesta para ninguna de ellas. 

Y así, intentando cada día hallar una pista más sobre lo que le ocurría, sobre ese ser sobrenatural que era o que habitaba su cuerpo, intentando no gritar jamás bajo ninguna circunstancia, pasó una década.

Hasta hoy. Hasta esta noche en que un nuevo grito ha salido de lo más profundo de su ser al verse en peligro.

Tara abre la puerta al policía, esperándose lo peor. El hombre, temiendo encontrar una víctima de la lacra llamada violencia machista, otra más de las muchas que atendía cada mes, es la amabilidad en persona con ella, que le explica entre lágrimas que no sabe qué ha pasado, que estaba dormida cuando despertó y se encontró muerto a su esposo, al que tanto quería y que tan bueno era siempre con ella. El agente, qué duda cabe, cree a la bella mujer que tiene delante, pues está desolada y parece la criatura más frágil del mundo: su larga cabellera pelirroja le cubre los pechos, tapados mínimamente por la tela de un suave y sedoso camisón blanco. Sentada en una butaca cercana a la cama en la que yace su ya difunto marido, se agarra las rodillas y murmura entre lágrimas. 

Cuando todos se van tras dictaminar como causa de la muerte un infarto provocado por años de grandes consumos de alcohol y tabaco, Tara se levanta, se quita el camisón y camina desnuda por la habitación, ahora solo suya, y se mira al espejo. Su pálido cuerpo está macabramente adornado por decenas de moratones regalo de Marco. Se los acaricia suavemente pensando que nos lo va a echar de menos, ni a ellos ni a él. 

Tara mira su reflejo y sonríe, saboreando su libertad, aceptando de una vez por todas lo que es y queriendo, por primera vez en su vida, a la banshee que habita su cuerpo.

Y Tara se promete algo muy diferente a lo de la última vez: volverá a gritar. Lo hará cada vez que lo necesite.


Chica Sombra

3 comentarios:

  1. Wow. Tamara, es genial, me ha encantado. El ritmo, la elección de palabras... Al ver el título y a Lidia de Teen Wolf en las imágenes había pensado ya en que la protagonista podría ser una banshee, pero eso solo me ha intrigado más. Me encanta que al final esté tan contenta; es macabro pero al mismo tiempo perfecto. Es como el nacimiento de una villana. Hay un concurso en El Tintero de Oro al que quizá podrías presentar este relato, te lo digo por si te interesa
    Un abrazo!

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