Cuéntame un cuento: `Marian´ por Sergio Salvador Campos


Hoy tenemos una nueva entrega de esta sección semanal llamada Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com

En esta ocasión el seleccionado ha sido `Marian´, del autor Sergio Salvador Campos. ¡Adelante con él!



Marian estaba asustada. 

Estaba sentada en una habitación a oscuras, sin ventanas. Olía mal, a putrefacción, óxido y descomposición nuclear. Todo olía así desde hacía al menos veinte años, por eso no le preocupaba demasiado. La Gran Guerra acabó con todo. La Guerra de las guerras. Misiles nucleares volaron de una punta del planeta a la otra, y todo voló por los aires. Sencillamente, la humanidad había llegado al culmen de la idiotez y prefirió desaparecer en un ejercicio histórico de auto-eutanasia sin precedentes. Por supuesto, no preguntaron a nadie. Estas cosas siempre las deciden un grupo de imbéciles con ínfulas. En apenas dos días, donde antes hubo civilización,  hubo ruinas, y donde hubo vida, hubo muerte. Por millones. 

Marian aprovechaba su reclusión para recordar cada cosa de su pasado, eso la mantenía cuerda. La Gran Guerra comenzó y terminó la semana de su décimo cumpleaños. El día de la fiesta llegaron las primeras noticias de que el conflicto había comenzado con un país enviando misiles a otro. Marian es capaz incluso de recordar la cara de sus padres mientras escuchan esta noticia, justo antes de cantarle el Cumpleaños feliz. Los adultos están nerviosos, los niños quieren pastel. Marian quiere soplar sus velas. Nada de eso ocurre. Se produce un alboroto que termina con la desaparición de unos amigos a los que jamás volvería a ver y con sus padres haciendo maletas. Esa misma noche, suenan alarmas por toda la ciudad. Marian ya ha olvidado su pastel y solo quiere que sus padres dejen de correr tirando de ella. Recuerda que le dio tiempo a pensar que, si hubiera podido pedir su deseo de cumpleaños, habría pedido que todo siguiera igual. 

Llegaron a lo que sus padres llamaron un búnker. Estaban hacinados junto a cientos de personas que habían podido llegar al mismo sitio. Luego llegaron las explosiones. Los temblores de tierra. Y, el segundo día, se fue la electricidad. Para siempre. 
Meses después tuvieron que salir del búnker al quedarse sin alimentos. Allí abajo llevaban semanas muriendo ancianos y niños, sobre todo, pero la escasez de alimentos y agua era mala para todos. Al salir del búnker se dispersaron. La enfermedad hizo el resto. Mejor dicho, las enfermedades, porque no solo se moría la gente por la radiación. La gripe causó estragos. Y Marian creció con la sensación de haber vivido cada enfermedad medieval que veía en las pelis con sus padres: peste, tuberculosis, viruela…
Todo aquello pasó hace ya, y según sus cuentas, unos veinte años, por lo que ella debía tener alrededor de treinta. Marian sintió pasos al otro lado de la puerta. Su corazón se encogió de miedo. Ella siguió recordando.

El mundo cambió. En todos los aspectos. Los escasos supervivientes huían unos de otros. Cada familia era un núcleo nómada. Ellos aprendieron a evitar las ciudades cuando al entrar en una intentaron atraparlos para comérselos. Aquello no pasó por muy poco, y les obligó a hacer cosas que no querían.
Sus padres, personas inteligentes y cultas, hablaban mucho de lo que les quedaba de vida, de la radiación y de la muerte de todas las cosas. Sin embargo, años después, llegaron a la conclusión de que debía haber un porcentaje ínfimo de personas que eran inmunes. Bromeaban diciendo que tantos años tomando esos zumos asquerosos de verduras para adelgazar los había hecho inmortales, como a las cucarachas. 

Sobrevivían saqueando los hogares que encontraban, escondiéndose de cualquier persona con la que se cruzaban, o huyendo de ella si no había sitio para esconderse, y comiendo insectos y algún animalillo mutado por la radiación. 
Estuvieron años en movimiento. Y el mundo volvió a cambiar. El invierno nuclear duró mucho menos de lo que los expertos predijeron. A los cinco años de casi total oscuridad en el cielo, de repente y casi de milagro, una racha de viento pudo al fin llevarse aquellas nubes tóxicas, y salió el sol. Aquellos se vivió como un día de fiesta. Cantaron, bailaron y recordaron canciones veraniegas infantiles. Posteriormente, comprobaron que el mundo, su mundo, se convertía en un gran desierto.
Ya no se encontraban apenas nómadas. Pero sí veían de vez en cuando a grupos de personas, algunas con grandes mutaciones, en convoyes de cinco a diez vehículos. Sus padres decían que el mundo se había convertido en una peli de Mad Max, pero ella nunca llegó a entender la referencia. El calor era insoportable, así que los padres cambiaron los hábitos; andaban de noche, y de día buscaban sitios para descansar que fueran sombríos. No siempre lo conseguían. 

Finalmente, se toparon con nuevos asentamientos en medio del desierto. Al final, la humanidad comprendió que es más sencillo sobrevivir con el trabajo conjunto, eso se descubrió en la Prehistoria. Claro que el neanderthal tenía una fauna y flora casi inextinguible para poder alimentarse. El caso es que, cuando llegaron a la tercera ciudadela de este estilo con una empalizada alta y gente con lanzas vigilando un gran portón de acero, se plantearon pedir asilo. Llevaban caminando, al menos, quince años, y sus padres estaban ya muy cansados. Sobre todo, no querían que su hija se quedara sola en el mundo. 
Para su sorpresa, fueron acogidos con sorprendente rapidez. Luego comprendieron que el tener a dos mujeres en su famélico grupo los hacía muy populares. Sobre todo, con una chica joven. Marian enseguida se acostumbró a ser observada por todos. Algunos con deseo, otros con admiración, otros con sorpresa. Todos esos matices desaparecieron con los años.

Los tres se hicieron miembros importantes de aquel clan. Sus padres eran, posiblemente, los más cultos del lugar, y comenzaron a organizar cursos de todo tipo, desde una escuela para aprender a leer y a escribir, a la que no solo acudían los escasos niños que había, a una especie de curso de teatro en el que reinventaban las historias que siempre habían leído o visto en la tele o en el cine y que los componentes del clan disfrutaban especialmente. Sus padres eran los más ancianos de la ciudadela, y la mayoría de la escasa población, con un censo de unas cincuenta personas, tenían la edad de su hija y se habían criado sin nadie que les enseñase nada más que a sobrevivir. Contra todo pronóstico, habían encontrado un sitio austero, pero feliz. Además de que había trabajo constante para mantener el clan a salvo y medianamente alimentado. 

Marian, sentada en el suelo, se abrazaba sus piernas mientras escuchaba gritos tras la maldita puerta que la tenía encerrada. Si prestaba atención podía escuchar palabras sueltas, y ninguna le gustaba. Eran sonidos lejanos, y parecían estar decidiendo qué hacían con ella. A Marian le entró un escalofrío, y no fue por la temperatura de la habitación.

A sus padres, la magia de los zumos de verdura se le acabó, y se pusieron enfermos a la vez. Hasta en esta tesitura fueron capaces de bromear. El cáncer, así lo llamaban ellos, se los llevó prácticamente a la vez, cogidos de la mano. Marian se quedó sola, pero apenas pudo llorarlos. En este nuevo mundo no había tiempo para el duelo, había que seguir trabajando. Eso pasó, según sus cuentas, hacía un año. 

Y, desde que sus padres murieron, todo fue a peor. 

En el clan había un grupo de chicos que se dedicaban a investigar los alrededores de la ciudadela en busca de nuevas fuentes de agua o alimentos. Pero también para informar de nuevos emplazamientos o de la cercanía de algún peligro. Sus incursiones cada vez eran más lejanas, por lo que tardaban cada vez más tiempo en regresar. 
Hace tres días volvieron dos de ellos con cara muy preocupada. Habían visto uno de esos convoyes de mutados a bastante distancia y, si no cambiaban su rumbo, llegarían a su hogar en dos o tres días. Los chicos temían que se hubiera corrido la voz de que ellos disponían del bien más preciado de la humanidad: tres chicas jóvenes y sanas. 
Rob, el líder de la comunidad, habló con todos. Les contó lo que venía y lo que podía pasar. Algunos hablaron de defenderse, otros de huir. Rob comentó que harían lo que siempre hacían: esconder a las mujeres y mentir, e intentarían comerciar con los del amenazante grupo. De hecho, tenían gasolina y no la necesitaban, y eso para ellos era vital. 

Rob habló luego con las tres chicas, les pidió que no se asustaran y que hicieran todo lo que les decía. Las otras dos chicas estaban bien, pero Marian era la primera vez que pasaba por esto. El escondite era una especie de trinchera a unos cuatrocientos metros de la empalizada, fuera de la ciudadela. Así, si entraban, nunca podrían encontrarla, y al estar en una zona desértica, su escondite, una vez tapado, era prácticamente ilocalizable. 
La mañana del segundo día, los vigías vieron venir los coches; la polvareda era colosal. Se prepararon para recibir con cordialidad a sus visitantes. Las chicas se escondieron en la trinchera. Desde allí, Marian vio la llegada de los mutados. Y comprendió que sus ideas no eran negociar cuando comprobó que los vehículos se ponían en los cuatro puntos cardinales de la ciudadela. Comprendió que iban a atacar. Desde donde estaban no podían escuchar las negociaciones, pero si podían ver, al menos, a tres de los grupos de vehículos que rodeaban su hogar. Y los vio cargando armas y preparándose para atacar. No podía permitirlo.

—¡No os mováis de aquí! —Marian ordenó esto a las chicas mientras salía sin ser vista de la trinchera, arrastrándose unos doscientos metros por la ardiente arena hacia la izquierda para que no descubrieran la trinchera si la veían levantarse. 

Sus amigas lloraban pidiendo que volviera. Pero Marian sabía lo que iba a suceder y no podía permitirlo. No pudo salvar a sus padres, pero haría algo por el resto de su clan. Se sacó el cuchillo del cinto y avanzó hasta la puerta principal de la ciudadela, donde el jefe de los mutados acababa de terminar de hablar con Rob. Al volverse y mirar a sus hombres, se dio cuenta de que algo pasaba a su izquierda. Miró en esa dirección y la visión de Marian lo dejó boquiabierto. Hacía mucho que no veía a una mujer. La chica se dirigía a él cuchillo en mano, con sus largas piernas y delgados brazos al aire, con su piel tostada por interminables horas de sol, con los músculos tensos por el trabajo constante. El pelo, recogido en una coleta que le llevaba a media espalda. Al jefe de los mutados le pareció una diosa, pero no pasó por alto el cuchillo. Sacó una pistola y apuntó hacia ella: 

—¿De dónde sales tú?
—¿Importa? He visto tus intenciones. Vienes buscándome y no tienes ganas de negociar, he visto cómo has dispuesto a tus hombres. —Marian habló en singular y con un volumen alto, esperando que sus amigas y Rob fueran lo suficientemente inteligentes para entender lo que estaba haciendo. Quería salvarlos a todos. Desde donde estaba, aún podía escuchar a Rob diciéndole que no lo hiciera. Siempre fue un tipo inteligente.  
—Tienes razón. De hecho, estaba diciéndole a vuestro jefe que esta vez no habría mercadeo, solo saqueo. Le animaba a abrir las puertas para que, al menos, tengáis un sitio cerrado cuando nos vayamos.
—Eso no va a pasar —dijo Marian, intentando sonar más fuerte y valiente de lo que se sentía.
—¿No? ¿Y cómo lo vas a impedir, preciosa?
—Tú has venido porque sabías de mi existencia. Paga por mí. Sabes que soy valiosa. No hay muchas mujeres en el planeta. Paga un precio justo, y me iré contigo sin rechistar.
—¿Y por qué iba a pagar para poder tener algo que de todos modos tendría gratis?. —La sonrisa del mutado era horrible, con dientes podridos mezclados con algunos de metal.
—Porque, de no hacerlo así, no tendrás lo que has venido a buscar. ¡No con vida, al menos!. —Marian se puso el cuchillo en el cuello. Esperaba tener valor para hacerlo, pero tenía sus dudas. Rezó a sus padres para que se tragaran el farol que se había tirado como ellos le enseñaron a hacer cuando jugaban al póker en las noches calurosas de su vida nómada.
—No serás capaz —siseó enfadado el mutado, que miró a sus hombre y los vio ponerse nerviosos. Perder a la chica menoscabaría su poder ante los demás.
—¡Ponme a prueba!. —Marian apretó más el cuchillo, y de su cuello empezaron a caer delicadas gotas de sangre roja que resbalaban y se escondían entre sus pechos.

El mutado pensó con rapidez. Evaluó las posibilidades de noquearla antes de que se hiciera daño y no lo vio claro, pero sí vio que sería capaz de hacerlo. Tenía una determinación en la mirada que la hacía un ejemplar aún más interesante. Soltó un “mierda” y dio una orden al oído de su segundo al mando. Este salió corriendo hacia los vehículos y dio unas voces. Los hombres comenzaron a sacar cosas de sus maleteros y fueron llevándolas a la puerta de la ciudadela. Marian gritó a Rob que cogieran las cosas. No podía estar segura de lo que veía, pero creyó ver botellas de agua, un par de fusiles y munición, algo de ropa, latas de comida… 
Marian se alegró al ver lo mucho que esas cosas ayudarían a los suyos y, además, se iba sabiendo que sus amigos, su familia, su clan, sobrevivirían.
—¿Me das tu palabra de que no atacarás cuando me tengas? —preguntó la chica.
—¿Te fiarías de la palabra de un mutado? —preguntó con sorna el jefe del convoy.
—No veo por qué no. Eres el primero con el que hablo. —Ambos se midieron las miradas. El jefe, de nuevo, tuvo que sonreír. 
—Tienes mi palabra de que no atacaremos. Mira, los coches están volviendo al convoy. —Marian pudo comprobar que lo que decía era cierto, por lo que bajó el brazo con el cuchillo, que ya le temblaba de la tensión de tenerlo en el cuello, y lo tiró. —Así me gusta —dijo el jefe, su actual propietario. 

Marian supuso que le atarían las manos, así que las puso hacia delante para facilitar el nudo. Pero el jefe tenía otra idea. Se acercó a ella, le acarició la cara con la mano izquierda, y mientras ella parecía relajarse vagamente, le soltó un golpetazo con la culata de la pistola que sostenía en la mano derecha. El dolor la llevó a la negrura y perdió el conocimiento. 
Cuando despertó creyó que estaba ciega y se asustó mucho, pero luego vio una rendija de luz por debajo de la puerta y se concentró en ella. Luego llegaron los sonidos desde el exterior, y los esfuerzos de ella por mantener la calma recordando a sus padres.
Ahora, la puerta empezaba a abrirse. Entraron tres hombres que a contraluz no podía ver. Dos de ellos se acercaron a ella y la cogieron de los brazos, el tercero era el jefe que la había golpeado. 
Mientras era conducida hacia el exterior, el jefe le iba diciendo cuáles serían sus nuevas labores. Marian comenzó a llorar. Intentó escaparse, pero no pudo; sus captores la sujetaban con fuerza. El mutado se volvió hacia ella. Le levantó la cara, comprobó el morado que le había hecho en el lado izquierdo con su pistola, y se lamentó. 

—No debí darte tan fuerte, pero me habías enfadado. —Se acercó a ella y la besó con fuerza en los labios. Le metió la lengua en la boca. Ella trató de resistirse unos segundos, luego comprendió que era absurdo. Al retirarse, el mutado le mordió el labio inferior hasta hacerla sangrar. Marian volvió a llorar. 
Mientras la llevaban a su presentación pública, Marian deseó volver a aquella tarta de cumpleaños de sus diez años, y poder pedir su deseo más soñado en ese momento: morir. Morir para no tener que sufrir los años que le quedaban por delante en compañía de aquellos monstruos. 

La subieron a una especie de escenario. Cayó de rodillas con el labio ensangrentado, la cara dolorida y los ojos llorosos. Miró al suelo. Enfrente, unas cuarenta personas, todos hombres, gritando, clamando, y exigiendo un tiempo con la recién llegada. Marian sintió cómo su alma volaba de su lado, cómo sus pensamientos se tornaban ruido blanco. Sencillamente, Marian dejó de existir. Y, en esos segundos de agonía mental, se dio cuenta de que había ganado. Había salvado a los suyos, les había conseguido artículos muy valiosos, y sus captores solo tendrían una cáscara vacía de lo que una vez fue una niña que no pudo celebrar su cumpleaños. Cerró los ojos y dejó que pasara. Lo que aquellos monstruos quisieran hacer con aquel cuerpo vacío, ya no era problema suyo. 


Chica Sombra

4 comentarios:

  1. Muy bien escrito.
    Muy buen escrito.
    Antes morir que perder la vida

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    1. "Antes morir que perder la vida". Me encanta! gracias por tu comentario.

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  2. Wow! que maravilla, tan poco y a la vez tan fuerte.

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    1. Wow! qué bonito comentario!! Muchas gracias!! Un abrazo.

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