Cuéntame un cuento: `Pieles y sábanas´, por Román Sanz Mouta

Hoy seguimos con esta sección semanal llamada Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com

En esta ocasión el seleccionado ha sido Pieles y sábanas, del escritor Román Sanz Mouta. ¡Adelante con él!


―Horacio. Tengo que irme. 

Qué inmensa pena. La escucho como si la viese. Vistiendo sin necesidad su cuerpo no euclidiano mientras yo soy perezoso bajo la almohada. Escondido. Resistiendo. Retrasando. 

«No se queda», piensa una lágrima, creo que mía. La oigo contonearse alrededor de la cama. Todo deseo como solo ella sabe y no sabe ser. Puede. Quiero seguir oculto para no verla marchar. Para imaginar que no se ha ido. Para obligarla a quedarse. Quiero que se quede. Pero no sé explicárselo sin faltarme todas las palabras. Por eso no enseño ni un centímetro de piel. 

―Horacio… 

Me reclama ahora desde el salón. Para un segundo y una vida. De realidad o imaginación. Debo acudir, sin falta, sin mácula.  

Intento desperezarme, agitar un musculo, fingirlo al menos, porque el sueño no acudió esta noche. No tuvo oportunidad. Abro y cierro un ojo mientras su hermano sigue rebelde.  

Me decido. Soy adulto. Soy valiente. Casi para ambas.  

Ya me muevo para desembarazarme de las sábanas y sus nudos, que se pegan a mi piel cariñosas. Me río en silencio: sé cómo he acabado así. Envuelto. Tras ardua batalla.  

Intento desasirme, pero son revoltosas y traviesas. Por cada giro que deslizo, otro nuevo me atora. 

―¡Horacio…! 

Se enfada. Piensa que juego. No tengo tiempo ni paciencia. Descerrajo los párpados para ver el interior de esta cárcel de tela. La cabeza sigue cubierta, debajo. ¿Dónde quedó la almohada, mi amiga? 

Soy una momia sábana, un bulto informe. No lo seré mucho más.  

Utilizo el sentido común para seguir la dirección de las costuras y que mi cuerpo quede libre. Casi un elaborado plan. Son interminables, no aflojan; menos yo. Puedo huir hacia el borde, quizá caer usando mi peso muerto me libere. Pero no. No me deja, me retiene, me preocupo. 

―Horacio ―ella ya salió y no se dignará entrando de nuevo en la habitación. Su espera será finita. Cada uno tiene que poner de su parte en la despedida. Responsabilidades. Habladas ya. Lamentadas. Por eso no puede ayudarme. 

Las extremidades entran en juego. Fuerza por habilidad. «¡Vamos, muchacho!».  

Lucho contra el juego de cama en batalla singular. Quiere guerra. Se apunta. Cuando un brazo sale, la pierna queda más presa. Tentáculos de algodón me retienen. No soy capaz de coordinar más de una tercera parte de mí saliendo de esta prisión. Cuanto más feroz es el combate, peor desenlace. 

Pruebo a espirar hondo y la sábana se hincha, coge vuelo como una vela para caer de nuevo a plomo sin que haya sido suficientemente rápido para desliarme por una esquina a la fuga. 

Es parte de mí.  

«Maldita. Déjame ir con ella…». 

Intento arrancarla a retazos con dedos y uñas, partes pequeñas ejerciendo presiones. Torna rojo. La rasgo. No puede ser tan poderosa. Hago y pongo empeño para encontrar su punto débil y partirla en pedazos. 

―Horacio. Tengo que irme ―se repite. Mala señal―. Por favor… ―sé que está a punto de llorar. Sé que, si no me despido ahora, me despediré para siempre. 

Quiero gritar que me ayude, que me rescate. Igual que me rescató anoche. Con su sonrisa, con sus palabras, con todos sus roces. Me trago mi orgullo, cojo saliva. No es lo único. El tejido se introduce en mi boca y llega a la garganta nada más separar los labios en la demanda de auxilio. 

Intrusiva, no se detiene, prosigue y profundiza expedición y asfixia. La serpiente enhebrada a mano. 

El estómago vacío no vomita las arcadas. Olvido cómo se respira por la nariz. Son la angustia y el miedo culpables.  

Solo veo y pienso en el último beso, el penúltimo, mientras me ahogo y muero. Necesito otro. 

―Horacio…―se va… 

Ni hablar.  

Me convierto en Lobo, en Eso, en Bestia. Soy todo zarpas y furia. Corto con los colmillos, mastico. Mi garganta es una trituradora. Muerdo y devoro. 

Asimilo. 

«Ya no estás completa. Ya tengo parte de ti…». 

Rompo, sajo y rajo.  Tela y carne. Tiro y empujo. No cede cediendo. No importa. Creo fisuras. Yo ganaré. No puedo perder. No del todo. No hoy. No con ella.  

Agito convulsiones y veo cerca la victoria. Hay jirones, tiras. Intuyo el exterior. Destruyo mientras fibras quieren entrar por los poros y vengarse colapsando mi piel. Seguir conmigo. 

¡NO! 

Libero. Me libero. Miro. Me miro. El cuerpo viene de una escaramuza. Las secuelas. Son heridas de sanguijuelas. Más los arañazos un poco anteriores, gustosos.  

Sacudo y aparto, pisoteo, extermino esos restos rosas, mezcla del color original y de mis tonos internos. Heridas abiertas. Algunas nunca cierran. Cerrarán. 

Salgo. 

La veo.  

Hermosa. Casi suyo. Casi mía. Esta noche.  

Me mira. Tras el altercado. Que no ha visto. Que no entendería. Está triste, sorprendida, enfadada, divertida. Que se imponga esta última versión. Pronuncio palabras improvisadas: 

―La sábana no me dejaba marchar. Igual que yo no quiero que te vayas. Ahora. Nunca. 

Me acerco despacio, como si afrontase y enfrentase un animal asustadizo hasta que no corre aire entre nosotros. Irónico, porque el pánico lo tengo yo. 

Ella no se mueve y no habla y lo dice todo con los ojos. Casi me reprende. Casi quiere que la convenza. Casi desea tentarse.  

La abrazo. Responde. Nos fundimos. Se irá. 

Duele. Miedo. Mucho. Tanto. Más. 

Nos besamos. La Luna corre por el Cielo ciclos y eras negando el Sol. Sin saber qué labios son de quién, sin separarnos, ni querer ni poder. 

Ya llegó el amanecer. 

Queda una promesa en la saliva compartida, en la sonrisa contenida antes de cruzar y cerrar la puerta. En las palabras no dichas.  

«Nos reencontraremos…». 

Solo que fue al revés. 

Ella se quedó. 

Yo me fui. 

Todavía no he sabido… Aún no sé cómo volver… 


Chica Sombra

1 comentario:

  1. Qué angustioso despertar.
    Muy bueno, Román. Final de los que me gustan, que te dejan en fuera de juego y tienes que releer.

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