Cuéntame un cuento: `Villanos´, por Íñigo Gibernau

Hoy volvemos con la sección Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com


En esta ocasión el seleccionado ha sido Villanos, de Íñigo Gibernau. ¡Adelante con él!


Villano, villana 

adjetivo - nombre masculino y femenino 

Que actúa o es capaz de actuar de forma ruin o cruel. 


Las puertas de la iglesia del pequeño pueblo de Norak se abrieron de par en par, fraccionado el silencio que dominaba el templo cristiano. El estrépito dio la bienvenida a un misterioso convidado, oculto brevemente por las sombras de los dos portones, pilares fundamentales de seguridad y promesas partidistas para todo aquel que las cruzase. Aunque quizá el amparo celestial, como en cualquier otra transacción mercantil que se precie, escondía también su letra pequeña.  

La suave brisa de la noche se adelantó al huésped de las sombras, alejando a los fieles de sus rezos y, como un virus que se alimenta del miedo, provocó con sus garras un pérfido escalofrío. Las miradas se retorcieron sinuosamente, buscando el origen de aquella corriente de aire envenenada por su ocupante. 

—Mamá, mira —susurró el pequeño Morris, ataviado con el traje que su madre le había comprado meses antes para el funeral y cuyos pantalones ya empezaban a mostrar con descaro los tobillos. Las manos entrelazadas y sumidas en un estado de catarsis penitente se desligaron con el impertinente tirón de Morris, arrastrando la mirada de su madre hacía la figura que con evidente torpeza y lentitud avanzaba hacia el altar. 

El matrimonio Davies, sentado como de costumbre en la esquina interior del banco más cercano al párroco, no permitió que la fastidiosa interrupción alterase su tiempo de reflexión. Ellos más que nadie necesitaban que las palabras de un tercero socorrieran el arduo silencio que sus fracturadas existencias habían plasmado sobre un melancólico y longevo mapa destinado al mal uso de los sentimientos. Pero el violento sonido de cristales provenientes de los soportes de las velas al partirse sobre el suelo despertó a la señora Davies de su letargo terapéutico, y antes de poder emitir un sonido al ver el rostro del extraño, el viejo Davies apretó con fuerza su mano, llamando su atención. 

—Sí, es él. 

La señora Davies retornó el apretón de mano a su marido con la misma intensidad, sobrecogida por la identidad del causante de aquel desconcierto. 

—Joder —dijo Abe, ignorando el suelo que pisaba. Y con una destreza propia de un adolescente, grabó con su teléfono la entrada del extraño.  

—¿Qué haces? —susurró su hermana melliza, Abigail. 

—¿Has visto quién es? 

—Baja la voz. 

El padre Jacob Trent detuvo la homilía y dirigió su alzacuellos hacía la entrada de la pequeña iglesia de St. Baptiste, sufragada por las aportaciones privadas que habían costeado la reforma y las obras de arte que habitaban en su interior. Los sermones del padre Trent eran muy populares y una cita de obligado cumplimiento, salvo cuando coincidían con algún partido del equipo local de baloncesto. Los Osos plateados de Norak eran los únicos capaces de generar, a los piadosos ojos de Dios, una dispensa para los feligreses.  

—Simón, ¿qué haces? 

—Las luces me han guiado hasta aquí, padre. ¿Dónde están las putas? 

—Si has venido a asistir a la misa, siéntate. Si no, márchate. Estás asustando a estas personas… 

—Debí darme cuenta. Este lugar está demasiado limpio para ser un burdel —interrumpió Simón dando un trago y lanzando la botella de mezcal contra el suelo del pasillo que desembocaba en el altar. 

La señora Davies se estremeció con el impertinente sonido de los cristales sobre el suelo. Su semblante ocultaba el carrusel de emociones que giraba sobre una hoja afilada de un incipiente gusto por la violencia, lejos, muy lejos de una vida tediosa y un marido aburrido.  

—Simón, márchate… 

—¡No! 

—Si tienes algún problema o necesitas hablar, ven en otro momento, cuando no estés borracho y… 

—Padre, necesito que me confiese. —Y con una sonrisa burlona mientras guiñaba el ojo a la señora Davies, añadió—: He pecado mucho y me temo que su Dios no me va a esperar con los brazos abiertos. 

—El Señor tiene un lugar para cada uno de nosotros —aclaró el padre Trent, tratando de tranquilizar a los asistentes con su tono embriagador y las palmas de sus manos abiertas hacia el techo. 

—¿El de arriba o el de abajo, padre? —preguntó Simón, mostrando aprisionado entre los dientes el gusano de la accidentada botella de mezcal. 

—Morris, no mires —censuró Wanda, la madre del pequeño. 

—Basta, Simón. Esto no… —Pero antes de poder terminar, el sonido de una foto interrumpió al padre Trent. 

—¿Qué haces?  

—Es Simón Arcadian, maestro de lo oculto y verdugo de la oscuridad —contestó Abe a su hermana melliza, demostrando que la genética tiene un límite y el exterior, por similar que pueda parecer, dista mucho del interior. 

—¿Fans? —preguntó Simón, haciendo una reverencia y culminando el ejercicio satírico formando unos cuernos con los dedos. 

—Guarda el teléfono, idiota —susurró Abigail reprobando a su hermano. 

—Vámonos, Morris —ordenó Wanda, tratando de pasar desapercibida.  

—Nosotros también —añadió el señor Davies. 

El padre Trent se bajó del púlpito para tratar de tranquilizar a los asistentes con la cercanía y afecto que le caracterizaba. 

—Márchate, estás alterando a esta buena gente. 

—Me marcharé… 

—Gracias —contestó el padre Trent, pasando sus dedos con una incipiente artritis por la calva poblada por tres o cuatro pelos blancos, aliviado por haber resuelto una situación que ofrecía un futuro incierto, cuanto menos, lejos del habitual opiáceo espiritual y sermón diario. 

—Pero antes quiero que me confiese. 

—No. 

—Quiero purgar mis pecados. 

—Pues tenemos para rato —murmuró Abe ladeando la boca. 

—Cállese — le recriminó la señora Davies, absorta ante el devenir de los acontecimientos. 

—¿Jacko? —preguntó Simón, ofreciendo una sonrisa venenosa pero fundamentalmente tratando de llevar a Jacob Trent a un lugar donde la ética y el terror se enzarzaban en una violenta contienda frente a los feligreses. 

El padre Trent observó durante unos breves instantes a las seis personas reunidas en St. Baptiste, cada una refugiada en la iglesia por un motivo distinto, y decidió cuál sería su próxima maniobra. 

—Está bien, Simón, pero no vuelvas a llamarme Jacko —matizó el padre Trent. 

—¿Por qué no puede llamarle así, mamá? 

—Calla, Morris. 

—Pequeño monstruo —dijo Simón, apuntando al niño y arqueando los dedos como si de una bruja a punto de lanzar una maldición se tratase—, esa es una buena pregunta. 

—Basta, Simón. 

—Pero todo a su debido tiempo. 

—Nosotros no vamos a participar del espectáculo de este bicho raro. Nos vamos —ordenó el viejo Davies, tirando de la muñeca de su esposa. 

—Me haces daño, Alan. 

—No, Alan, nadie se va a marchar de este lugar —sentenció Simón. Mientras tanto, Wanda había subido a su pequeño en brazos y con el mayor sigilo trataba de alejarse del banco que, incapaz de enfrentarse al abandono, ofreció un lamento insoportable—. ¡He dicho que no se va a marchar nadie! 

Las puertas de St. Baptiste reaccionaron cerrando sus fauces, aterrorizadas ante el grito de Arcadian. 

—No les hagas daño —suplicó el padre Trent. 

Los ojos de Simón se empañaron de odio y su mentón tembló de rabia. 

—Todos tenemos un demonio esperándonos, Jacko. Es el momento de que me enfrente al mío. 

—Pero ellos… —dijo Trent señalando a los feligreses. 

—No, padre, necesitamos público. Todos se quedan. 

—Suéltame —exigió la señora Morris a su marido—. Nos quedamos. 

Wanda abrazó con fuerza a Morris y volvió a su banco, que emitió un nuevo crujido, reconfortado por el retorno de la madre y su hijo. Los mellizos permanecieron inmóviles, sin perder detalle, y la función dio comienzo. 

—Padre, he pecado —comenzó Simón, arrodillándose ante el cura y entrelazando sus dedos en un patético ejercicio de misericordia satírica. 

Jacob Trent respiró profundamente. 

—Te escucho. 

—¿Es una broma? —preguntó Abe a su hermana tras sobresaltarse por el sonido de un trueno que castigó la cúpula de St. Baptiste, preludio de una violenta sacudida de lluvia, sumiéndoles en una inquietante banda sonora. 

—Mamá, tengo miedo. 

—Padre Trent… Jacob… —suplicó Wanda. 

—¿Jacob? Me turba tanta confianza, Wanda —interrumpió Simón con una sonora carcajada. 

—¿Cómo sabes mi nombre? 

—Me lo dijo un monstruo. 

—Terminemos con todo esto —dijo el padre Trent con un tono más abrasivo de lo normal, arropado por otro trueno proveniente del exterior. 

—Eh, amigo, termine ya, que algunos tenemos cosas que hacer —exigió Abe levantándose del banco. 

—¿Estás loco? Sabes perfectamente de lo que es capaz —advirtió Abigail, agarrando a su hermano por el antebrazo y obligándolo a sentarse de nuevo. 

—¿De qué soy capaz, Abigail? —preguntó Arcadian acercándose a los mellizos mientras del bolsillo exterior de su americana negra sacaba otra botella pequeña de mezcal y daba un trago insaciable. 

Abe hizo acopio de valentía y se colocó delante de su hermana. 

—¡Arcadian! —vociferó el sacerdote cerrando el puño, exasperado por tan grotesca función sobre las tablas sagradas y sucumbiendo a un pequeño ataque de tos nerviosa pero limpia, tras quince años sin fumar. 

—Bien. Muy bien, padre. 

El firmamento volvió a descargar otro violento estampido sobre las paredes del templo y los corazones del fiel rebaño se estremecieron, lanzando sus miradas atentas hacía la confesión de Simón Arcadian. 

—Comienza. 

—Nunca fui buen juez de carácter. De hecho, era un niño introvertido y asustadizo. No es para menos, crecer entre demonios y voces provenientes de lugares donde el dolor y el tormento escarban dentro de tu cerebro hasta hacerse un hueco en tu alma no es precisamente lo más estimulante para un niño —comenzó el narrador quitándose la corbata y guiñándole el ojo a Wanda, que abrazó con más fuerza todavía al pequeño Morris—. Mi padre tardó en darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pero mamá lo supo desde el principio. Supongo que no debí de ser el inquilino más cómodo para su útero. Supongo que nunca tendría que haber nacido. El trece de agosto fue la primera vez… 

—Simón, no soy psicólogo, ni estas amables personas han venido a escuchar tus dolorosos recuerdos. 

—Déjele seguir, padre —demandó la señora Davies, captando la atención de todos los asistentes, y sobre todo la de su marido. 

—Bien dicho, Alice —aplaudió Simón. 

—¿Cómo sabe nuestros nombres? —preguntó Abigail. 

—Shhhh —susurró Arcadian, colocándose el dedo índice sobre los labios—. Como le decía, Jacko, perdón, padre, la primera vez fue la más especial —prosiguió agarrándose la entrepierna y mostrando la lengua—. Las voces no cesaban y el olor a podrido me acompañaba todo el día. Por mucho que me limpiase las manos era incapaz de arrancarme el hedor de la piel. Esa noche oí a mis padres discutiendo, estaban desesperados. Los padres de los demás niños se habían quejado al colegio. No querían que sus hijos se juntasen con aquel chaval oscuro que tenía atemorizados a todos los críos. El centro escolar decidió ser pragmático y recomendó a mis padres que me quedase un par de semanas en casa, hasta que los progenitores exaltados derivasen su tiempo a otros menesteres más triviales, como por ejemplo por qué la señora de turno ya no se abría de piernas con tanta frecuencia y, sin embargo, mantenía una sonrisa perenne. Malnacidos todos ellos. Entré en la habitación. Mi padre estaba sentado en la cama llorando y mi madre, arrodillada consolándole. Pensé que yo era el origen de sus lágrimas y solo quise darle la mano —continuó mostrando sus manos ocultas bajo unos guantes de cuero negro—. Pero cómo iba yo a saber que mi padre ocultaba en su corazón vicios inconfesables. En cuanto agarré su mano, antes de poder comulgar con sus sentimientos y vomitar unas disculpas que no eran más que un patético error de cálculo emocional, las luces comenzaron a tiritar creando unas terribles sombras sobre la pared, hasta que finalmente nos sumieron en la más infinita oscuridad. El hedor putrefacto que me había acompañado tantas veces se intensificó y el suelo escupió alquitrán, como si apretases lentamente una esponja. Lo peor fueron, y qué coño, siempre han sido, las voces. Cuando oyes las voces es que ya es demasiado tarde. Un monstruo vino y se llevó a mi padre. 

—¿Un monstruo? ¿Cómo que un monstruo? —preguntó Abe, tartamudeando por primera vez en su vida. 

—Qué más da. Un monstruo es un monstruo. ¿Un trago, señora Davies? —preguntó Arcadian, acercándose con la torpeza propia de un advenedizo ebrio y ofreciéndole su botella de mezcal bajo la censura del señor Davies, no sin antes mojar sus labios buscando la provocación.  

—Hijo de puta —escupió el señor Davies, enfurecido ante el pulso de testosterona que no dejaba de ser una cortina de humo, porque la realidad no era más que la ira devorándole por dentro al ver a su mujer bebiendo de la botella. Para él era mucho más sencillo responsabilizar de su cólera al fulano que le estaba desafiando que entrar en una disputa con su esposa. 

—Parece que alguien se ha despertado de su letargo marital… —se rió Simón, bajándose los pantalones y miccionando sin ningún tipo de pudor hacia ambos lados con la destreza de un espadachín invidente. 

—¡Arcadian! —gritó el padre Trent, acercándose con la precaución de no entrar en contacto con la orina de Simón. Wanda le tapó los ojos a Morris, Abe volvió a sacar su teléfono para grabar la situación más surrealista que se había encontrado en su vida (y que sin duda iba a aprovechar para sacarse un dinero con el metraje) y el corazón de la señora Davies se aceleró cimentando un muro insalvable entre ella y su marido. 

—Perdóneme, padre, pero he pecado —recitó Simón, subiéndose los pantalones. 

—Simón Arcadian, azote de villanos y criminales, meando en una iglesia. Los chicos van a alucinar —se jactó Abe, tratando sin éxito de comulgar con la complicidad de su hermana. 

—¿Has oído, Jacko? Azote de villanos. —Pero el sacerdote no quiso participar de su connivencia burlona. 

—¿Y qué pasó después? —preguntó tímidamente Abigail sorprendiendo a su hermano, que no dejó de grabar en ningún momento. 

—La historia se complica, Abigail —contestó Simón envuelto en los posos de sus recuerdos y manifestando involuntariamente, por una fracción de segundo, su fragilidad. 

—¿Simón? —preguntó la señora Davies lanzándole un cable. 

—¿Alguien tiene un cigarrillo? Me muero por un cigarrillo. ¿Jacko? —preguntó Arcadian tratando de no mostrar el veneno oculto en cada una de sus sílabas. 

—Hace un mes que lo dejé —exteriorizó Wanda. 

—Bien hecho, Wanda, pero seguro que todavía te queda algún paquete sin terminar, y que sabes que nunca tirarás, guardado en ese bolso tan pequeño que escondes a tus pies. Wanda suspiró y, bajo un manto de vergüenza, sacó un paquete de Lucky sin filtro. 

—Gracias, cielo —agradeció Arcadian mientras se encendía un cigarro y le daba una calada como si quisiera terminárselo de una sola vez. 

—Basta ya, Simón —vituperó Trent, superado por la situación. 

—Querida Abigail, la desaparición de mi padre llevó a mi madre a un estado catatónico lejos de la realidad y, por supuesto, lejos de mí. Incapaz de ocuparse de su único hijo, la Iglesia se hizo cargo de mí. ¿Dónde iba a estar más seguro? Y, por supuesto, los esbirros de Dios no tardaron mucho en darse cuenta de mi habilidad, o más bien maldición. 

—No entiendo. Yo creía… bueno, todos creíamos que eras una especie de cazarrecompensas. La prensa te llama «el justiciero oscuro» y siempre ha habido leyendas urbanas sobre ti y la magia negra, pero ¿la Iglesia? —preguntó Wanda, con el pequeño Morris dormido en sus brazos. 

—Estas manos —comenzó Arcadian, absorto en los apéndices enfundados en cuero negro— son capaces de desgarrar el alma, descubrir y juzgar los secretos más oscuros. Entonces vienen los monstruos. Las sombras se alimentan de los miedos y los pasadizos entre la muerte y la vida se abren clamando por la llegada de los monstruos. Estos se arrastran desde las catacumbas más recónditas del infierno para llevarse a los pecadores para siempre. Un alma menos sobre esta enorme pocilga que llamáis hogar.  

—Se acabó, Simón —ordenó el padre Trent. 

—¿Por qué, Jacko? Ahora es cuando el protagonista besa al amor de su vida y caminan de la mano hacia un mundo mejor. A la mierda. Yo diré cuándo se acaba —sentenció Simón. E inmediatamente dulcificó el tono—: El hospicio de Nuestra Señora de la Misericordia se convirtió en el hogar del único ser capaz de juzgar bajo las directrices divinas pero respaldado por un batallón proveniente del lugar más oscuro que podáis imaginar.  

—El bien y el mal trabajando juntos, como un equipo —razonó Abigail. 

Simón sonrió abandonando sus manos a la gravedad de la catarsis. 

—¿El bien y el mal? Sí, es una manera de verlo, Abigail. La cuestión es que me convertí en el brazo ejecutor de la Iglesia, castigando a todo aquel sobre el que ponían el foco. Ellos apuntaban con su dedo acusador y yo traía el infierno conmigo. La Inquisición del siglo XXI. Porque atención, amigos, la mejor manera de justificar el bien sobre las escrituras es siendo implacable con todo aquello que se aleja de la gracia; no hay más que decir: «eso está mal, eres un villano y mereces ser castigado, abominación pagana».  Así de fácil. Cuántas personas murieron bajo la atenta mirada de la divinidad terrenal…  

—Eso no puede ser —dijo Alan sobrepasado por el relato. 

—Es que no es verdad —añadió Jacob Trent—. La Iglesia cuidó de este hombre cuando estaba abandonado y solo. Su propia madre perdió la razón por el terror que le producía. Le dimos un techo, un alma sobre la que meditar. Una vida llena de valores cristianos y un propósito. Hicimos todo lo que pudimos, pero el ansia de justicia y el mal afincado en su interior le hizo perder todos los valores que le habíamos inculcado. No pudimos salvarle de sí mismo. Lo demás son solo divagaciones de una mente enferma. 

—El primer año fue el peor. ¿Lo recuerdas, Jacko? 

—Voy a llamar a la policía —contestó Trent dándose la vuelta. 

—Un momento, un momento —dijo Abe soltando el teléfono y levantándose del banco—. ¿Qué pasó el primer año? 

—No le escuchéis. Ha perdido el juicio. La Iglesia jamás consentiría el asesinato selectivo de nadie, por muy monstruoso que fuera o por mucho que se lo mereciera. Para eso está la Policía. Nosotros acogemos a fieles y pecadores… 

—Cierto —interrumpió Simón quitándose el guante de la mano derecha—, las noches eran interminables. 

—¿Por las voces? —preguntó Wanda. 

—No, ya estaba acostumbrado a las voces. Fueron las visitas. 

—¿De los monstruos? —inquirió la señora Davies. 

—Los monstruos, claro. Al principio solo venían para sentarse a mi lado y hablar, pero después llegaron las caricias. 

—¿Cómo? No entiendo —expresó Abigail, incorporándose y caminando hacia el narrador. 

—Está loco. No le escuchéis —dictó el sacerdote. 

—Había un joven sacerdote. Era amable y estaba lleno de ilusión. En el hospicio todos nos sentíamos afortunados de tenerlo a nuestro lado. Recuerdo el fuerte olor a tabaco Pall Mall. ¿Lo recuerdas, Jacko? 

—¡Te he dicho que no me llames así! 

—«Si el coco no ha llegado, tranquilo, porque Jacko solo no te ha dejado».

—¡Mentira! —gritó Jacob Trent, cayendo en un bucle de tos.  

—Por las noches nos leía partes de la Biblia para alejarnos de la oscuridad. Antes de dormir nos acariciaba la frente y nos prometía una vida hermosa. No sé qué les diría a los demás, pero a mí me prometía que volvería más tarde y que jamás se me ocurriese delatarlo, a menos que quisiera que todos supieran el infierno que arrastraban mis pequeñas manos putrefactas. Me rompiste una y otra vez, Jacko —sentenció Arcadian, con la voz temblorosa. Detrás de él ya estaba Abigail, colocando gentilmente la mano sobre su espalda. 

—¿Padre? No puede ser —dijo el señor Davies. La tormenta ametralló la cúpula de St. Baptiste con proyectiles de granizo y unos truenos cada vez más ensordecedores. 

—Dame la mano, Jacko. 

Los ocupantes del santuario alzaron sus miradas, participando del feroz silencio dentro de la tormenta, la de dentro y la de fuera. Arcadian extendió su mano desnuda ofreciéndosela al párroco que, al ver la cercanía de la extremidad, dio un paso hacia atrás y tropezó con el escalón. El olor a podredumbre inundó el aire carcomiendo las esquinas sagradas, consumiendo cualquier reducto de luz dentro de las personas allí presentes, y Trent sollozó desde las tablas de un lugar llamado teatro de la monstruosidad. 

—No es verdad, nada es verdad, eres un monstruo. Siempre fuiste un monstruo anti natura. 

—Tenías que cuidarme y protegerme de la oscuridad. Tenías que alejarme de los monstruos. Pero tú te convertiste en el mayor de todos. 

—Mientes, mientes —suplicó Trent destilando terror en cada una de sus lágrimas.  

—Dale la mano y lo sabremos —propuso Wanda.  

Los demás se acercaron al altar, ajenos a la tormenta que castigaba con violencia la iglesia, hogar de buenos y malos. 

Jacko alzó la mano, acercándola a la de Arcadian bajo la atenta mirada de todos. 

—Bienvenido al infierno, Jacko —susurró Simón mientras estrechaba su mano como una serpiente que atrapa a un pequeño ratón. Y las luces se apagaron. 

—¡Mamá! —gritó el pequeño Morris. 

Las voces comenzaron a surcar las almas de los asistentes, prometiendo pesadillas y mostrando a aquellos presos de la oscuridad el verdadero terror. 


 «Jacob, te estábamos esperando».

«¿Por qué has tardado tanto?». 

«Los niños te están esperando, Jacko…».


El olor a muerte y ulceración castigaron ferozmente los límites de lo soportable y las voces se hicieron dueñas de la oscuridad, convirtiendo los susurros en lamentos mordaces, desgarrando la carne de la condición inhumana. 

La señora Davies cerró los ojos y abrazó con fuerza a su marido, quien a su vez colocó los labios sobre su frente. Abe y Abigail se agarraron de las manos, incapaces de evitar que la respiración determinase los latidos del corazón, secuestrados por la negrura de los acontecimientos. Wanda abrazó a su hijo, apretando con fuerza los ojos y pidiendo con toda su alma que su difunto marido, arrancado de sus vidas por la vil enfermedad, les ayudase desde donde estuviese. Y las voces continuaron desde las tinieblas de la opacidad. 


 «Jacko».

«Padre Trent, confiéseme. He pecado todos los días de mi vida».

«Jacko, los niños quieren jugar.


 —Padre, nos vamos a casa —dijo Arcadian desde algún espacio donde la tenebrosidad hace que la sangre se hiele y los corazones lloren amargamente, fracturados por la maldad. 

Los truenos cesaron y la luz regresó, moribunda y dolorida, pero dispuesta a luchar por la vida que por un instante se le había arrebatado. Los ocho ocupantes ya solo eran seis. La tragedia y el terror los alejó durante unos minutos de la cordura y el infierno no tuvo piedad con los desaparecidos, culpables sin derecho a un juicio justo. 

Las puertas St. Baptiste, la pequeña iglesia del pueblo de Norak, se abrieron dispensando de sus obligaciones espirituales a seis almas poseedoras de un billete de ida y vuelta al infierno. Abe y Abigail evitaron mirarse, convencidos de que nadie los iba a creer. Wanda mantuvo al pequeño Morris fuertemente custodiado entre sus brazos y derramó una lagrima por todo el daño que el adorado y fraudulento padre Trent había infligido tras la cortina del mago. Y el matrimonio Davies se dio la mano, regalándose otra oportunidad cerca de un lugar donde el arcoíris cobija, surcando las tinieblas, a los enamorados, a los monstruos, a los divinos y a todos los villanos. 


Chica Sombra

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