Cuéntame un cuento: `Consecuencias de nuestros actos´, por Reyes Galaz

 

Hoy traemos una nueva entrega de Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com

En esta ocasión el seleccionado ha sido Consecuencias de nuestros actos, de la autora Reyes Galaz. ¡Adelante con él!


Igual fue por la ansiedad que todavía acumulaba, pero cuando me bajé del mundo no pensé que tenía que haber investigado más la parada en la que iba a aterrizar: una cueva. 

Los primeros días yo seguía en un sueño, pero mi mente de Capricornio despertó de repente y ya solo podía pensar en que estábamos a mitad del verano y que a 600 metros de altitud el invierno sería duro. Lo primero era pintar la cueva.  

Os estaréis diciendo, eso es fácil: o contratas un pintor o lo haces tú misma. Los que me conocéis sabéis perfectamente lo que decidí. La cueva la pintaba yo. Ahora me rio de lo mucho que subestimé semejante trabajo. 

Tenéis que saber que las cuevas se tienen que pintar con cal para que respiren, cuando oí eso pensé: `¡pero si soy yo la que necesita respirar, anda con la cueva! ¿También está estresada?´. Pues no, una cueva se tiene que pintar cada año con cal para desinfectarla. Elimina automáticamente el moho y los hongos, deja traspirar y encima queda de un blanco que parece que tiene luz propia.  

Google tiene una serie de vídeos maravillosos, y en poco tiempo me hice una experta en todo el procedimiento para pintar con cal, casi me dan un Máster. Como no quiero empezar con mentiras, repito lo de “casi”, el tema de pintar lo tenía dominado, pero el material a utilizar no. Os diré que me hice un lio con todos los tipos de cal que hay en el mercado: cal aérea, cal dolomítica, cal hidráulica (la hay natural y artificial), la cal viva, y la cal extinguida. Total, que me pasé varias horas con mí móvil intentando elegir qué tipo de cal tenía que comprar.  

Estaba a punto de darme un ataque de ansiedad cuando apareció lo más semejante a ese superhéroe americano que resuelve todo con una facilidad asombrosa. Estaba sentada en la puerta de mi cueva con el móvil y un cuaderno donde tenía la lista de todos los tipos de cal, con sus ventajas y desventajas, su forma de uso, su precio y un sinfín de cualidades más, cuando se acercó mi vecino, el Sr. Nazario, el que vive en la cueva que da al sur.  

—Buenos días, ¿qué haces tan concentrada?  

—Estoy intentando elegir qué tipo de cal tengo que utilizar para pintar la cueva —y cuando estaba a punto de contarle todos mis conocimientos en relación al tema, se metió la mano en el pantalón y, sacando las llaves del coche, me hizo una seña para que le acompañara.  

—Vente, vamos al almacén de Diego, yo también tengo que comprar cal.  

Ahora doy gracias a Dios por mi prudencia, pero no creáis que he cambiado, sigo teniendo la capacidad innata de decir lo que pienso, muchas veces sin filtrar. En ese momento, el Sr. Nazario tenia la radio puesta, y como estaban hablando del Covid 19 estábamos concentrados y me ahorré el mayor ridículo de mi vida hablándole de todos los tipos de cal que había en el mercado y de cual convenía más o menos.  

Llegamos al almacén, pidió unos sacos de cal para pintar y en menos de cinco minutos estábamos de vuelta. Yo me sentí idiota. Tanto estudio para nada.  

—Hola, Diego, vamos a pintar las cuevas, dame unos sacos.  

Así zanjó el Sr. Nazario el asunto de la cal que más me convenía. ¡Después de tantas horas de estudio que le dediqué!  

Volvamos al tema que nos ocupa. Solo pintar, JA, JA. ¡Dios, qué inocente! Otro JA para mi lista de quejas: pintar con cal no es nada fácil, no, os lo aseguro.  

Me coloqué mi mono de trabajo, me calé la gorra y con las gafas de buceo protegiéndome los ojos empecé a pintar como había visto en Internet, pero aquello no se pintaba, y yo dale que dale, cuanto más pasaba la brocha más desaparecía el blanco, pero bueno, en uno de los vídeos que me había tragado decían algo así como que tarda en aparecer. Había pintado toda una habitación, más de cinco horas dándole a la brocha. Hacía una media circunferencia que empezaba a la altura de mi cadera y terminaba con la brocha encima de mi cabeza.  

Cuando me quedé sin pintura me senté en el suelo, en el arco de entrada a la habitación, y apoyándome en la pared, metí la cabeza entre mis piernas y por primera vez empecé a pensar si había cometido un error, y yo cuando me pongo a pensar cierro los ojos y puedo estar así bastante tiempo. Al rato, uno de los perros se acercó y colocó su enorme pata en mis hombros, cuando fui a acariciarle levante la cabeza y la luz de la habitación me cegó, la habitación relucía, y supe que había tomado la decisión correcta.  

Primer paso resuelto, sabía dónde comprar la cal y sabía cómo pintar con ella, y si os creéis que en esto termina todo estáis muy, pero que muy equivocados.  

Con una enorme sonrisa me fui en busca de mi salvador. A gritos llamé al Sr. Nazario, que salió de su cueva corriendo con un rodillo en la mano, pensando que me había pasado cualquier cosa.  

—Mire, señor Nazario, venga, ha quedado preciosa —casi tiré de él para que anduviese más rápido—, está que reluce.  

Cuando entramos en la habitación empezó a calibrar la calidad de su nueva vecina como pintora.  

—Está muy bien, te quedó muy bien —y me indicó que saliera, y así lo hice, pensando que prefería hablar fuera, pero cuando me di cuenta se había metido en la otra habitación y miraba las paredes sin pintar—. ¿No has pintado esta?  

—No, solo he pintado una. —El señor Nazario contuvo una sonrisa, y me indicó que ya estaba anocheciendo y que era mejor que limpiara el suelo, cenara y me tumbara a dormir.  

JA, otro JA. Cuando dijo eso, le acompañé fuera, y al darme cuenta de que tenía un rodillo en la mano, le seguí hasta su cueva y él siguió conteniendo la sonrisa cuando comprobé que él la había pintado entera ¡entera!, y yo solo una habitación. Pero ese JA no era por mi inutilidad pintando con cal y la efectividad de mi vecino, eso podía asimilarlo. Él lo hacia todos los años y para mí era la primera vez, el JA era porque, mientras volvía a mi cueva, estaba pensando en barrer el suelo de la habitación, fregarlo, cenar y acostarme.  

Así que lo barrí, lo fregué, y me fui a la cocina a prepararme la cena. Menos mal que me arreglé con una tortilla, ya que tardé muy poco en saciar mi apetito y con cara de niña con zapatos nuevos volví a la habitación para que me cegara el blanco de sus paredes.  

JA, el blanco seguía iluminando y dando paz, pero el suelo estaba sucio de blanco, como si el polvo fuera una alfombra, volví a fregarla, una, dos, tres veces, perdí la cuenta cuando me quedé sin friegasuelos, y aquel suelo no estaba limpio. Probé con vinagre, una, dos, tres veces, y cuando noté que los perros me miraron dudando de mi salud mental, decidí fregar el suelo por última vez. Limpie la fregona varias veces hasta que el agua estaba más o menos trasparente, eché lo último que me quedaba de vinagre y volví a fregar el suelo. Al secarse quedó otra vez esa patina de sagrada blancura que estaba haciéndome perder los nervios.  

Al meterme en la cama, por primera vez me di cuenta de lo sucia que estaba la pared. Pero no me importó, sabía cómo pintarla, aunque también miré cómo relucía el suelo y valoré si era mejor que reluciera el uno o la otra. Dándole vueltas en mi cabeza a esta cuestión me dormí.  

Ya había clareado el día y me encontraba sentada en el borde de la parcela con mi tazón de té, media tostada de mantequilla con azúcar y uno de los perros, vi salir el sol por entre las montañas y di gracias porque mi sueño se hubiera hecho realidad. Y en ese momento me refería única y exclusivamente a mi capacidad por encontrar a la persona adecuada para que me dijera qué tipo de cal había que utilizar. Porque digo yo, a veces, mejor dicho, muchas veces, es más importante la capacidad que uno tiene para encontrar a las personas adecuadas que la propia inteligencia. En mi caso, tengo que decir que esa capacidad  nunca me ha fallado.  

Siempre he pensado que los expertos son los que mejor conocen su especialidad, podéis decir que eso es lógico, pero nada más tenéis que ver la tele o escuchar la radio para daros cuenta de que muchísima gente opina sin saber, y lo que es peor, intenta convencer a los demás de algo de lo que no tiene ni idea. A partir de ese momento, el Sr. Nazario se convirtió para mí en el puto amo en todo lo referente a uso y disfrute de la cueva.  

Vuelvo con el tema en cuestión, porque puedo estar deliberando eternamente, pero el suelo de la habitación no había recuperado el brillo.  

Volví a coger la fregona e intenté que el suelo volviera a ser lo que era.  

Nada mas secarse aparecía el blanco.  

Saqué todos los colchones y todos los somieres fuera. Sacaba un colchón, fregaba la habitación, otro colchón, otro fregado... y nada, tenía los colchones en la puerta y la capa blanquecina seguía en el suelo.  

Así, con toda la cueva vacía, me dediqué a pintar una a una todas las habitaciones. A las dos ya estaban terminadas. Salí y me volví a sentar en la silla con mi tazón de té viendo el horizonte, intentando descansar para empezar a volver a fregar. Si alguien te dice que fregar el suelo de una cueva no cuesta, es que no pintó nunca con cal; cuando el brillo seguía sin aparecer y mis muñecas empezaban a llorar, decidí dar por terminado el capítulo de la cal. 

Me senté a escribir en mi grandioso despacho. No os he hablado de mi escritorio, es una herencia familiar que tiene magia acumulada en cada una de sus vetas, siempre que lo toco parece que mi mente se despierta y solo quiere escribir. Es una obra de artesanía del siglo XVIII, una verdadera pieza de museo. Lo coloqué en el salón bajo la ventana, y ahora, antes de dormir, me pongo a escribir y veo la luna llena con solo levantar la cabeza; espectacular, solo puedo decir eso. Estoy escribiendo en un escritorio con más de doscientos años en una cueva en la que bien podían haber vivido los andalusíes del siglo VIII. 

De vez en cuando me levanto, cambio el agua de la fregona y vuelvo a intentar que los restos de cal desaparezcan de mi suelo. Eso significa pintar con cal, y no está en ninguno de los vídeos que me tragué, y ahora que he vuelto a dar una pasada al suelo y por fin me he ido a la cama en una habitación totalmente purificada, me he puesto a pensar en las repercusiones de nuestros actos.  

Me parece cruel que nadie hable de las pegas de las decisiones buenas, siempre hay algo que se pierde cuando consigues tus objetivos, y en mi caso fue perder todas esas historias que me imaginaba en la cola del supermercado, y duele, pero no por perderlo, sino porque no estaba preparada, porque nadie me lo había dicho. No penséis que soy simple, que es normal que si te vas a vivir a una cueva, el bullicio, los semáforos no entren en el paquete, eso lo sabía, a lo que me refiero es a lo que echo de menos las pequeñas cosas. 

Me estoy empezando a dar cuenta de las verdaderas repercusiones de nuestros actos, y ver qué cambió con mi decisión, a quién dejamos atrás, qué abandonamos al cumplir nuestros sueños.  

Hay noches en las que extraño el café en la rotonda con mis amigas, intento recordar el ruido de la ciudad, ese olor inconfundible que en mi cabeza es el aroma de mis recuerdos, y no cambiaría por nada mi decisión, pero soy más consciente que nunca sobre lo que he dejado atrás, a todas esas personas con las que ya no comparto miradas, ni saludos, al griterío de los niños en la piscina, todo eso que perdí por empezar una nueva etapa de mi vida.  

Y no dejo de pensar en que sigo fregando el suelo, en que muchas veces pagamos muy caro lo que tenemos que hacer y me enfado porque nadie nos advierta de las consecuencias. Por lo menos en mi caso me hubiera gustado que alguien me dijera: `pinta, pero luego te costará mucho limpiar el suelo´. Y sí, creo que he tomado la decisión correcta, estoy feliz en mi cueva, pero extraño mucho a mi gente, a la gente que deje atrás, y no me refiero solo a los amigos, me refiero a esas personas que conoces solo de cruzarte con ellas, de esperar juntos que se ponga en verde el semáforo, a la señora que todos los viernes compra chocolate para sus nietos, a esa gente que sin conocerla la conoces, a esos también les echo de menos.  

A mis amigos los sigo teniendo, y ahora con el tema del Covid 19 estamos todos igual, siguiendo nuestra amistad simplemente cogiendo el teléfono y escuchando nuestras voces. Cuando se puede, me acerco a la ciudad de la que escapé y me siento con mis amigos, disfrutando de su compañía. Pero no suelo aguantar más de unas horas, pongo como excusa que he dejado solos a los perros, pero la verdadera razón es que me agobia todo ese ruido, me pongo nerviosa y cojo el coche y vuelvo a mi cueva, a mi silla en la esquina viendo cómo pasan los coches muy a lo lejos, como si fueran juguetes, y no los oigo, solo escucho el viento y soy feliz.  

A las dos semanas y muchas botellas de vinagre, mi suelo volvió a brillar, y quiero pensar que de la misma forma que fregaba el suelo constantemente, hay que ser constante para no perder a los amigos, aunque yo esté lejos, aunque yo eligiera un camino que me separara de ellos.  

Yo los quiero, desde mi cueva, pero sigo queriéndolos. 


Chica Sombra

3 comentarios:

  1. Muy bonito el relato, hay mucha gente que se está planteando al poder teletrabajar volver a los pueblos. Un abrazo

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  2. Hola! Me parece una idea genial. El relato de hoy, me gusto mucho, esta genial. Besos

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  3. ¡Hoooola!

    La iniciativa me parece genial :DD
    No ha estado mal el relato!

    ¡besos!

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