Cuéntame un cuento II: `El espejo´, por Antonio Vicente Gázquez

Bienvenidos a la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.

Hoy os dejo con El espejo, de Antonio Vicente Gázquez.



Todo es blanco. Las paredes acolchadas, el suelo, el escritorio incrustado en la pared que sobresale de ella como una hernia endurecida; la silla, moldeada en una sola pieza, sin huecos, con esquinas y aristas redondeadas, anclada al suelo, que emerge como una forma que brota de repente en plena efervescencia primaveral desde el mismo linóleo, también es blanca. El marco del ventanal bloqueado por barrotes blancos que divide la vida exterior en seis cuadrantes opacos a través de los cuales observo el difuminado discurrir de los días también lo es. Incluso el lápiz con el que escribo estas líneas es blanco. Este privilegio, el de escribir, se lo debo al doctor Alexander. Una generosa concesión a la que puedo acceder, eso sí, después de la última evaluación psiquiátrica y se haya constatado que no voy a atravesarme el cuello con él o a ensartar uno de mis ojos, o el de cualquier otro interno, en su punta roma de grafito.   

Aunque acepto de buen grado las correas y el bozal cuando las normas lo exigen, no me siento preso, ni dicho sea de paso, enfermo; sé que no lo estoy, de ello tengo plena conciencia, aunque de la memoria pasada tenga ciertos espacios en blanco –todo es blanco, os lo he dicho– y algunos borrones. Sin embargo, sé lo que hice, pero el arrepentimiento no forma parte de mi tratamiento ni, mucho menos, de mi naturaleza.       

Volvamos al lápiz. El deseo de adquirirlo me sobrevino cuando desperté de un sueño confuso, entrecortado y sudoroso que me sobresaltó de tal forma que parecía que alguien me hubiera abofeteado la cara con fuerza y sin remordimientos. De inmediato lo percibí más como una profunda necesidad que como un capricho infantil, algo parecido a la sed o al hambre después de un largo período de inanición. «Inanición», qué palabra, ¿verdad? Ahora escribo palabras extrañas que no conozco, que no conocía y que han aparecido en mi cabeza sin más, de la nada. Y, aunque este hecho confuso y extraordinario que condiciona y modifica por completo mi comportamiento no parece extrañar lo más mínimo al doctor Alexander, a mí me descoloca por completo casi tanto como el hecho de que, desde que soy un tarado más entre los muros de esta institución mental, no he visto un solo espejo. No paro de darle vueltas y más vueltas, pero no hay una sola superficie en la que pueda ver reflejados los estragos que el tiempo, la condena y el encierro han hecho sobre mí.   

El hecho insólito de que volviera a soñar no fue tan sorprendente como lo que sucedió dos días después. Quise escribir. ¡ESCRIBIR, yo! Ja. Pronto entenderéis el chiste. Sin embargo, aquello, para mi sorpresa, fue un acto traumático, repulsivo incluso; me produjo náuseas, mareos y no poca confusión y, aprecié, al mismo tiempo que emergían  las primeras palabras de mi mano, un hedor a cadáver en descomposición que, ante mi asombro inicial, me era satisfactoriamente conocido. Después de pasar unos días al lado de un cuerpo –vivo o muerto–, te acostumbras a su olor e incluso lo adoptas como tuyo y entra a formar parte de tu catálogo de fragancias familiares, como la brisa del mar, el aroma del primer café de la mañana o el olor a naftalina que se desprende de la ropa vieja dentro de un armario ropero. Y, si os lo estáis preguntando, sí, mi aliento olía a él, a su carne en descomposición, a su sangre coagulada y recalentada por los rayos solares que entraban en bellos ángulos oblicuos por el balcón de aquel lujoso apartamento situado sobre los acantilados de Venice Beach.   

He pasado varios días meditando al respecto y, por más que mis pies, empujados por hipótesis cada vez más enfermizas y disparatadas, enfilan y transitan caminos diferentes, siempre termino llegando a Roma, a una Roma polvorienta, en decadencia y arrasada por las llamas. Lo que me ocurre es difícil de entender, y mucho más de explicar, ni siquiera utilizando la ingente cantidad de vocabulario y expresiones que se amontonan como por arte de magia en mi cabeza y pugnan ansiosas por salir al exterior como termitas de un hormiguero ardiendo. De alguna forma que todavía desconozco, ese bastardo ahora está en mí. Sí, ¡ese maldito escritor ahora vive dentro de mí!  

Todo sucedió muy rápido. Prácticamente, sin darme cuenta. No recuerdo cómo llegué a su lujoso loft de las colinas ni cómo entré en la casa. Pero rajarle el cuello a alguien es una sensación difícil de olvidar. Después esperé a escuchar cómo exhalaba su último y frágil hálito de vida, algo parecido a un silbido ronco que atravesó sus pulmones y se entremezcló con el ambientador a lavanda y el aroma a libro viejo que destilaba la excelsa biblioteca. ¿Os habéis fijado? Excelsa. Antes no hubiera sido capaz de deletrear esa palabra aunque me hubieran ofrecido un millón de pavos o pasar una noche entre las tetas de Dolly Parton. Aguardé paciente a que se desangrara a través de aquella fina grieta palpitante de la que rezumaba sangre a borbotones mientras ojeaba algunos libros caros, o eso pensé, al comprobar que eran primeras ediciones de libros antiguos, y esas no se las puede permitir un simple trabajador a turnos. Pasados unos minutos, me asomé a lo que antes era una cara para comprobar que no respiraba. Me percaté de que, después de haber descargado una docena de golpes con el trofeo Faulkner que reposaba como un absurdo pisapapeles más sobre su escritorio y que utilicé como extensión de mi rabia  y frustración, quedaba poco ya de aquellas facciones rectas y varoniles que tanto adoraban las mujeres y envidiaban los hombres –¡maldita sea, hasta yo mismo quise estar bajo la piel de ese patético embaucador profesional!–, al cambio, un amasijo de huesos, carne y pelo donde a duras penas pude identificar uno de sus penetrantes ojos azules descolgado y enterrado bajo una maltrecha capa de tendones. Busqué su pulso introduciendo el índice y el anular de mi mano bajo la resbaladiza lámina de piel a través del camino angosto abierto por el tajo, y lo único que encontré fue la sensación suave, tibia y exánime al tacto de un cuerpo que abandonaba progresiva e irremediablemente el mundo de los vivos. Sin embargo, en algún momento que no puedo precisar, el muy desgraciado se las ingenió de alguna manera para que su alma, sucia y henchida de vanidad, acabara dentro de mi cuerpo. El muy desgraciado se negó a abandonar este sucio mundo que tanto le había aplaudido y ensalzado sin merecerlo y decidió, en el último instante a través del pacto con alguna fuerza oscura y mística, usando alguna clase de sortilegio o encantamiento, o qué sé yo, introducirse dentro de mí. El muy cobarde prefirió vivir dentro de su asesino antes que morir en soledad, sin poder escuchar un último elogio, firmar una de sus pésimas novelas o recoger uno de esos premios que le otorgaban, más por fama que por méritos, de manera injusta. Y ahora, paradojas del destino, yo soy dueño de sus palabras y de sus historias, las mismas que oigo corretear a todas horas, olisqueando, rasgando y royendo mi cerebro, luchando por salir. Si lo pensáis bien tiene su gracia, justicia poética, lo llamarían algunos.  

No siempre lo odié. Al principio, aunque cueste creerlo, lo amaba. La primera vez que leí a Thomas Harper fue una revelación, me encontré con un nuevo Dios al que rezar, en el que confiar. Su estilo, su prosa, sus historias, sus personajes… poco a poco su mundo se convirtió en mi mundo. Y, aunque jamás pude verle en persona o conseguir su autógrafo, sentía que era parte de mí, no como ahora, pero ya me entendéis. Después llegaron las entrevistas en la radio y la televisión –Oprah le dedicó un especial de más de dos horas–, periódicos y revistas se deshacían en elogios –TIME lo definió en su portada como “Harper: El genio de las palabras”–. Con la publicación de tan solo dos novelas, se había convertido en la gran esperanza de la literatura universal contemporánea. Pero todo empezó a cambiar con la publicación de su tercera novela, “La realidad oculta”. Una historia deshuesada, con la consistencia de una gelatina y la profundidad de un charco sobre el asfalto. Una prosa mediocre. Personajes desdibujados y poco creíbles. Una trama monótona, sin ritmo, sin giros argumentales y un desenlace metido a calzador que hacía del lector más un pavo de engorde que un comensal de un restaurante fino de la quinta avenida. Su estilo incisivo y elegante se había esfumado por completo, y lo que antes era un incendio descontrolado de talento se había convertido en la ceniza residual de un pitillo sin filtro. Una novela más que pésima. Un insulto. Casi setecientas páginas de tedio y nadería que se hicieron eternas y mandaron al carajo demasiadas horas de mi vida.   

La mañana siguiente, ignoro adónde me dirigía –de la misma forma que ignoro ahora mi nombre o mi apariencia–, iba al volante, apagué el cigarrillo y encendí la radio. Sonaba “That´s life” de Sinatra. Cuando la voz melodiosa de Frank se extinguió, el exaltado comentarista pronunció las palabras que, sin saberlo, servirían para iniciar la cuenta atrás en la vida del escritor: “Thomas Harper propuesto para el Nobel de Literatura”. A partir de ahí, todo se descontroló. Las apariciones en televisión se duplicaron. Los premios llegaron desde todas las partes del mundo. Portadas y más portadas retrataban su figura. “La realidad oculta” se tradujo a más de sesenta idiomas y entró en el Récord Guinness como la novela más rápida en alcanzar el millón de copias vendidas. ¿Cómo era posible que Thomas Harper se convirtiera en el escritor vivo más joven en alcanzar el reconocimiento y estatus de celebridad literaria a la altura de Faulkner, Poe, Capote o Hemingway con esa birria de novela? No recuerdo si tenía perro, pero estoy absolutamente convencido de que, de ser así, hubiera cagado una novela mejor que la última creación de Harper. Mi indignación iba creciendo cada día, ese sentimiento sí lo identifico claramente en aquellos días igual que la rabia y la ira que se iban apoderando más y más de mí hasta fundirse en un abrazo viscoso y formar una segunda piel. Era un farsante, un mentiroso, un ególatra que no se merecía nada de aquello. Luego llegaron las pesadillas y las alucinaciones. Lo veía en todas partes. No solo en televisión o en los diarios. Lo veía en mi espejo cada día, al despertar, al salir de la ducha, reflejado en los escaparates de los comercios de Jackson Street. Veía su cara deforme sobre las barrigas de las cucharas y en los ojos cristalinos y enigmáticos de los gatos. Mi cara se había transformado en su cara y se reía de mí a todas horas y en cualquier parte. Me decía que jamás podría ser como él. Que la mediocridad estaba en mis genes engarzada con la derrota y la falta de talento. Y entonces lo vi claro, tenía que acabar con ese hipócrita narcisista. Tenía que morir. IMPOSTOR, IMPOSTOR, maldito IMPOSTOR. Y, por fin, Thomas Harper ya no existe, ahora solo existo yo.   

Tome asiento, por favor –indicó el doctor Alexander. La mujer retiró uno de los sillones de piel marrón y se acomodó. Cruzó las piernas y el sonido del roce sinuoso de la seda inundó la habitación. Era una mujer sofisticada y elegante, sin embargo, llamaba la atención por su discreción y dejaba que sus silencios hablaran por ella. Sacó un cigarrillo de una pitillera dorada y dio tres golpecitos sobre la tapa. Una llama azulada apareció ante sí.   

Gracias –contestó.  

¿Cómo se encuentra, señora Harper? –se interesó el joven doctor mientras retiraba el encendedor del rostro de la mujer.  

Bien. Sigo adaptándome –contestó.   

Imagino por lo que debe de estar pasando.   

No, no lo sabe. Por mucha imaginación que tenga, no podría acercarse lo más mínimo al umbral del dolor y la vergüenza por la que he tenido que pasar todo este tiempo. Me ha hecho usted llamar, ¿y bien?     

Así es, señora Harper. Hemos hecho avances significativos –afirmó el doctor mientras se retrepaba sobre su sillón y una sonrisa complaciente asomaba a través de sus labios casi inexistentes. No le pasaba desapercibida la belleza de Susan Harper a pesar del color amoratado de los labios y el enrojecimiento de los ojos, síntomas inequívocos de largas noches de insomnio y del abuso del desconsuelo embotellado.   

¿A qué se refiere? ¿Qué clase de avances? –se impacientó la mujer. El doctor abandonó su postura de autocomplacencia y se inclinó sobre la mesa, apoyando los codos sobre la superficie oscura. Hizo una pausa. Desvió la mirada por un instante hacia un lugar más allá de las paredes del despacho.   

Ha comenzado a escribir, de nuevo –dijo finalmente.    

¿Cómo? –Las mejillas de aquella mujer pálida y abatida que aún soportaba la dignidad del apellido Harper, adquirieron un tono rosado que denotaban que alguna parte extinta y olvidada en su interior revivía con fuerza.   

El doctor deslizó una hoja manuscrita hacia ella. Las líneas se desviaban levemente hacia abajo y los párrafos se abrían en abanico al alcanzar el límite derecho de la hoja, sin embargo, los trazos con los que cada palabra se dibujaba sobre el papel despedían un sutil aroma a distinción y maestría.     

La señora Harper dio una nueva calada a su cigarrillo y exhaló una gran vaharada. Aplastó la colilla sobre el cenicero de cristal. Miró la hoja con recelo y vaciló durante unos instantes antes de cogerla. Finalmente, tomó la hoja entre sus manos y comenzó a leer. Sus ojos pasaron de arrastrarse lánguidamente por cada línea a galopar a lomo de las palabras.   

No puede ser… ¿Cómo es posible? –La cara de la mujer se llenó de una mezcla de asombro y miedo.   

Lo reconoce, ¿verdad?  

Sí, es él. No hay ninguna duda, es mi marido –sentenció la señora Harper, cuya cara de asombro se mantenía bajo el maquillaje.   

–Verá, ¿sabe usted lo que es el síndrome del impostor? –inquirió el doctor adoptando una voz enigmática.  

Vagamente –confesó la mujer.  

El síndrome del impostor, o también llamado síndrome del fraude, es un trastorno mental que hace que personas con talento y que generalmente alcanzan un gran éxito y todo aquello que se proponen, crean, habitualmente asociado a un severo complejo de inferioridad o una falta grave de autoestima, que no lo poseen y que no son merecedores de tales logros. Su marido, señora Harper, llevó ese concepto mucho más allá de los límites de la razón y no fue capaz de asimilar su don natural para la literatura, su inteligencia, su perspicacia, su notoriedad, su fama, hasta el punto de odiarse a sí mismo y a su imagen, aborreció su persona y todo lo que tenía que ver con él. El hecho de que asesinara a su hermano gemelo, John Harper, de la forma en la que lo hizo, no hace más que corroborar mis hipótesis iniciales. Por eso di órdenes explícitas para que retiraran todos los espejos de todas las dependencias de esta institución para evitar que otro brote pudiera acabar en… ya sabe.   

¿Cree usted que volverá a ser el mismo?  

Aunque esta carta demuestra una mejoría impensable hacía tan solo unas semanas, es difícil saberlo. Continuaremos con las sesiones de estimulación del córtex frontal mediante electroshock y la mantendré informada.   

Susan Harper meditó unos segundos antes de ponerse en pie. El doctor Alexander admiraba a aquella mujer que había soportado con estoicismo el escarnio público al que había sido sometido su marido, el afamado escritor Thomas Harper, por el asesinato de su hermano gemelo en extrañas y violentas circunstancias. Su vida se había transformado en una pesadilla mediática y la habían convertido en poco más que la mujer del nuevo Hannibal Lecter.   

¿Puedo verle? –dijo finalmente.   

¿Está segura? Le advierto que su aspecto no es el que usted recuerda desde la última vez que estuvo aquí.  

A solas –sentenció.    

El doctor Alexander meditó la propuesta de Susan Harper. Sabía que aquello iba contra las normas del hospital, pero también sabía que ella era una mujer influyente y podría llevarse a su marido en cualquier momento y enviarlo a otra institución, y aquel era un caso demasiado extraordinario para dejarlo escapar.   

Diez minutos, no más. –El doctor Alexander presionó un botón de su escritorio y un enfermero enorme entró en el despacho–. Higgins, acompañe a la señora Harper a la habitación 256. Espere fuera. Diez minutos. Ni uno más ni uno menos.   

Después de atravesar un gran patio interior rodeado de cipreses recortados, entraron en el ala oeste.  

Ya sabe, diez minutos –le recordó Higgins, cuyos músculos faciales tenían la movilidad del cemento. El enfermero se quedó en el pasillo mientras la mujer entraba a una antesala con una única puerta.   

Susan Harper se asomó por el pequeño ventanal y vio al que no mucho tiempo atrás había sido el aspirante a Premio Nobel de Literatura, la estrella emergente de las palabras, un escritor de éxito y fama mundiales con un futuro prometedor y ahora sentado en un rincón; parecía un saco de huesos bajo un mono blanco, en una habitación blanca. Todo era blanco. Susan lo miró con desdén. Le había privado de una vida plena, de una familia, del amor y de la decencia. Su nombre siempre estaría asociado a un asesino. Abrió el bolso y sacó la pitillera dorada. Extrajo el último pitillo y lo encendió. Tocó con los nudillos sobre el vidrio. Una cara delgada de ojos hundidos y sonrisa amarga le dedicó una mirada ausente. Thomas Harper se levantó con lentitud y se dirigió hacia la puerta sin saber quién era aquella hermosa mujer. «Lo siento, cariño», fueron las últimas palabras que Susan Harper dedicó a su marido antes de colocar frente a él el espejo interior incrustado en una pitillera dorada.   


Chica Sombra

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