Cuéntame un cuento II: `No puedes matarme´, por Ángel Rubio

Bienvenidos a la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.

Hoy os dejo con No puedes matarme, de Ángel Rubio.


Allí estaba yo, Héctor Gómez, preparado para hacer mi última y definitiva obra sobre el personaje que me había dado fama y escasa fortuna: Sable Azul. 

Ese super soldado que, armado con un sable de aleación especial, había luchado durante años en la Segunda Guerra Mundial que, en su caso, se había prolongado una década más (sí, el tiempo en los cómics transcurre de otra manera al tiempo real, y por eso Archie lleva medio siglo siendo un adolescente o Bart Simpson sigue teniendo ocho años). 

¿Y por qué lo iba a matar? Pues porque ya estaba harto de las mismas aventuras enloquecidas, de los mismos super enemigos y de tener que rellenar cientos y cientos de folios de un personaje del que nada me quedaba por contar.  Al principio fue sencillo; conocía perfectamente aquella guerra y se me habían ocurrido muchas anécdotas, así que usarlas en la colección fue pan comido, al menos, el primer par de años. Después, fui imaginando situaciones más rocambolescas (batallones de zombies nazis y gigantescas máquinas de combate), luego procuré volver a la esencia más realista de la historia y ya más adelante me di cuenta que me estaba imitando a mí mismo. 

Me aburría mortalmente volver al campo de batalla y mi cabeza no daba para más. 

No había vuelta atrás, mi serie de “Sable Azul: el Mundo en guerra” estaba yendo cuesta abajo, y la única salida honrosa sería acabarla y, de paso, a su protagonista. Y no en una historia imaginaria, ni un sueño ni un truco para resucitarlo dentro de un año, no. Iba a morir de una vez. 

¿Tenía derecho a liquidarlo? Pues sí, porque, como pacté en Danger Comics, los derechos del personaje eran exclusivamente míos. Ya podía ese pazguato de dibujante de Jim Beige ir a todas las entrevistas en fanzines y podcast clamando que “las mejores ideas del personaje se le habían ocurrido a él y que también era parcialmente suyo”, porque legalmente todos los méritos y deméritos de Sable Azul eran solamente míos, así que ya podía amenazarme con todos los abogados del mundo. 

Negocié con Tim Parson, mi editor jefe, los términos del finiquito de la serie y, aunque me propuso “dejar una puerta de atrás” para recuperarlo más adelante, le dejé muy claro que Samuel Aaron (la identidad real) iba a ser pasto de los gusanos. 

¿Y si sacamos un personaje en la época actual? ¿Una chica o un neg... afroamericano que prosiga su legado? alegó mi atildado editor 

No. 

Justo ahora que va a haber un evento que abarcará toda la línea... me comentó cabizbajo. 

Lo voy a matar y punto –comenté en tono psicótico. 

¿Y si te pagamos diez dólares más por página...? 

Ni hablar, QUIERO MATARLO. 

Lo dejé allí en su despacho, y no di un portazo porque la puerta era de vidrio. Dios, cómo odiaba aquel trabajo. Había comenzado mi carrera en el noveno arte primero autoeditando cómics sociales o de temática musical (dibujados por mí mismo; lo siento) hasta que algún caza talentos me fichó para Danger Cómics y sus “Wonder Men” en un simple fill-in de relleno. Cuando vieron que no escribía del todo mal y que entregaba a tiempo, me pasaron hacia series más punteras. 

La cosa iba bien, pero un día le comenté a Tim que era hora de crear un personaje nuevo y no usar los de otros y realizar una serie bélica enclavada en la Segunda Guerra Mundial. 

Me respondió que de acuerdo, pero me pagarían bastante menos que de costumbre. A cambio, negocié que esa nueva creación sería de mi propiedad, quedándome yo todos sus derechos y beneficios. 

Y el único que tocaría al personaje iba a ser yo y ningún otro autor. 

Y así inventé a Sable Azul, el soldado invencible que había llegado a las puertas de Berlín al cabo de cinco años de conflicto mundial; el que usando un lanzallamas acabó con la vida del Führer. 

Era un digno colofón para finalizar la serie; vendimos muchos ejemplares y les dije a mis lectores que hasta ahí habíamos llegado... hasta que Tim me comentó que estaba vendiendo mucho y que debería seguirla como fuera. 

¿Seguirla como? le pregunté preocupado. Yo había ideado licenciar a Sable, pero el destino le deparaba otros planes. 

Da lo mismo, cuenta otras aventuras. Lo haces muy bien, muy crudo y realista. ¿Y si lo traes a la era moderna? 

¿Y que me acusen aún más de plagiar al Capitán América? le respondí–. Ni hablar. 

Bueno, haz lo que quieras, pero piensa en cómo seguir la historia, por favor. 

Sopesé la idea, que me parecía descabellada, y la consulté con el dibujante de aquel momento (Lance Nakamura, un joven con un estilo clásico muy a lo Buscema, a pesar de su apellido), que me dijo que, por favor, que no; que estaba pagando un coche nuevo con los cheques que percibía de la colección. Y, a mi pesar, proseguí con la serie, combatiendo de nuevo a nazis y soldados italianos por toda Europa, contra Dark Mask (un villano nazi aficionado a la tortura) o el Conde Nacarius (otro pintoresco villano, italiano y fuerte como un roble), y aliándose con comandos ingleses o miembros de la resistencia francesa. Cinco años después ya estaba exhausto, al personaje se le habían muerto dos “novias eternas” (una de ellas una vampiresa rumana) y muchos “mejores camaradas de pelotón” y había peleado en todas las grandes batallas del teatro de operaciones europeo: Normandía, Market Garden, las Ardenas... 

Así que, cuando ya hube agotado del todo mis ideas, me dispuse a ejecutar la sentencia largamente aplazada donde mi creación se iba a ir de una vez por todas al cielo para seguir viviendo tan solo en re-ediciones (de las que yo recibiría un tanto estipulado). No tenía ningún futuro en Danger Comics, sabía que se me cerrarían las puertas; era mejor que me largase y quizá hacer un cómic centrado en la vida de Jim Morrison y sus The Doors, o quizá escribir una novela. Además, llevaba un tiempo algo mal de salud, con palpitaciones en el corazón y sudores fríos, seguramente producto de la tensión de seguir con una tarea que se me hacía insoportable. Me preparé para narrar ese último guion; normalmente tardaba un par de días en idear un esbozo inicial, luego me documentaba todo lo posible (mi parte favorita del trabajo) y finalmente escribía los diálogos...Y, si les parece poco trabajo, que sepan que también contestaba yo los correos de mis insaciables fans: 

¿Por qué no lleva Sable un escudo como el Capitán América? ¿No lo acribillan a balazos?

(Norman Lipps. 17 años. Arizona) 

Pues sabrás que ningún soldado lleva un escudo encima, ¿no lo has visto en los documentales o películas? Además, su peto y yelmo son antibalas y lo protegen un poco. 

En el episodio 14 lo vimos en una viñeta manejando el sable usando la mano izquierda, ¿fue un error del dibujante? Por cierto, me encanta la serie. 

(Ben Goode. New York, 14 años) 

Sable Azul es ambidextro (mentira, fue un fallo del dibujante, pero nos dimos cuenta demasiado tarde), aunque prefiere usar la mano derecha. 

Una oscura tarde en la soledad de mi piso, cuando ya iba a pulsar la primera tecla de mi ordenador, noté una presencia a mi lado. Algo parecido a un fantasma que me estaba mirando entre las sombras (suelo escribir a la luz de un flexo para no distraerme, con lo que mi habitación estaba en penumbras aparte del centelleo de la pantalla). 

Allí estaba él, el Sable Azul... Un tipo de unos dos metros de altura, ataviado con su traje de superhéroes y encapuchado, portando en su cinturón el arma que le daba nombre. 

Si era un disfraz, era el mejor que había visto en mi vida... 

¿Qué vas a hacer? me preguntó. No era una voz de ultratumba, sino una perfectamente normal. De joven experimenté con multitud de drogas de todo tipo y procedencias, así que ver un espectro no me asustó como debería. Lo que me llamaba la atención es que era tal y como yo lo había concebido, incluso su voz. 

¿Quién es usted? pregunté 

Me conoces de sobra –me sonrió de medio lado, como Harrison Ford, aunque no se le parecía en nada. 

Me debo haber vuelto loco... 

Hummm, loco me has vuelto a mí. Tanta guerra, tanto combate... 

Llevaba a la perfección su traje de batalla; su capucha, la capa corta, sus guantes. Ni en la mejor adaptación de Hollywood hubiesen acertado tanto. 

Eres un supersoldado, ¿qué querías hacer? Sí, ya sé que cualquier otro saldría corriendo para llamar a un exorcista o a los cazafantasmas, pero en aquel momento estaba más intrigado que asustado, aunque, por algún motivo, también notaba una sensación de peligro. 

No lo sé, pero tener algún permiso de vez en cuando no estaría mal. –Me hablaba de manera amigable, incluso cordial. Se apoyó en mi mesa de madera y contempló mi cuarto. 

Apoyé las manos en mi regazo, no quería que viese que estaban temblando. 

¿De veras querías matarme? No es muy amable por tu parte, Héctor. 

¿Le pasó eso a Conan Doyle cuando quiso matar a su celebérrimo detective? ¿Tuvo una visita de Sherlock Holmes preguntándole por su destino mientras se fumaba una pipa de opio? 

Comencé a sudar, estaba aterrado, aunque mi visitante no daba muestras de amenaza. 

Mira... yo ya no sé qué más contar sobre ti... La Segunda Guerra Mundial duró cinco años y creo que ya es suficiente... 

Siempre intentaste ser lo más realista posible, eso es cierto. Excepto mi espada aquí presente –se palmeó el sable, que era virtualmente indestructible y cortaba limpiamente el blindaje de los tanques alemanes. 

Al principio quise contar una serie sobre un soldado raso, pero me dijeron que tenía que ser un superhéroe o no se iba a vender nada... Miraba a aquella alucinación que había creado mi mente, un tipo alto y fuerte como un toro ¿Por qué no habría narrado la vida de una chica con el aspecto de Jessica Biel? 

¿Y cómo iba a morir, amigo? Me volvió a sonreír, y admito que era condenadamente guapo; reconozco que Beige dibujaba bien la anatomía humana. 

Un disparo casual cuando sales de Berlín, un tiro de fortuna que te acierta en la espalda... Era la tragedia perfecta. Un soldado que no sobrevive a su guerra. Notaba cómo mi corazón se aceleraba poco a poco, el sudor me empapaba la camisa. 

Eso sí que sería realista, pero muy triste, la verdad. 

La realidad es triste –le dije al fantasma de mi propio cerebro. 

Vi cómo frunció el ceño a pesar de llevar puesta su máscara, y me dijo: 

Lo que nunca entendí fueron aquellos aliens... 

Pensé un momento a qué se refería y me defendí.

No fue cosa mía, la editorial tuvo un trato con Dark Horse cómics y salió lo que salió (vale, fue muy bajo por mi parte guionizar aquel cómic, pero fue de los que más vendió). 

¿Aliens? Se puso una mano en la barbilla, un gesto habitual que le ponía su dibujante–.Me cayó bien el Capitán América aquel, aunque menuda paliza me dio... 

Vale, otro acuerdo editorial cuando miles de fans preguntaron si su sable podría atravesar el escudo del capi. 

A mí no me mires, perdiste por votación –Las cartas fueron escrupulosamente contadas, y la mayoría de los fans nos dijeron que un combate así lo ganaría el Capitán América, “aunque por muy poco”. 

Bueno, al menos luego nos hicimos amigos... 

Por supuesto que en todo cruce entre súper personajes al principio se tienen que pelear y luego combatir juntos a la amenaza que toque. Y aquí también me llevé un buen cheque. 

Me desmayé. Fue repentinamente y sin previo aviso. Se me cerraron los ojos y tuve el sueño más profundo que he podido recordar. 

Cuando abrí los ojos, estaba tumbado en mi cama y al lado había un desconocido calvo con un tupido bigote. 

Ya vuelve en sí –me comentó. 

¿Qué me ha pasado? ¿Quién es usted? 

Doctor Mancini, encantado. Y ha sufrido usted un leve infarto; ha tenido suerte en que lo hemos pillado a tiempo. Alguien nos llamó desde su casa para avisar. 

¿Alguien? ¿Había alguien aquí cuando han llegado? 

Pues no, pero nos encontramos la puerta abierta. Quizá un ladrón entró en su casa y se lo encontró en el suelo. Claro que lo de llamarnos a nosotros no es muy normal... 

El doctor me recomendó reposo, unas cuantas pastillas y una dieta totalmente insípida que seguir durante un tiempo. ¿Había soñado la visita de Sable Azul mientras estaba en cama? Era lo más lógico, seguro. Pero lo había visto tan realista... Una crisis nerviosa provocada por la ansiedad del trabajo, ¿quién dice que ser escritor no tiene peligros? 

Me preparé una botella de agua, volví a sentarme en mi mesa de escribir y de nuevo volví a ver a mi fantasma amigable allí, justo al lado del monitor. No apareció entre volutas de humo ni saliendo entre las sombras, era como si llevase allí todo el rato. 

¿Cómo te encuentras, amigo? me preguntó como si tal cosa. 

Bien, y gracias por llamar al médico. Allí volvía a estar aquel púgil encapuchado con su sable a mano, aunque lo notaba algo distinto; más alto y mejor definido. A ti sí que te veo diferente desde ayer. 

Quizá, pero no siempre tengo el mismo aspecto. 

Tenía su lógica, cada dibujante lo hacía de manera distinta, aunque respetando los parámetros de Beige. 

¿Has vuelto para disuadirme? Te advierto que tengo el corazón algo débil... 

Jajaja, qué va. Solamente quiero hablar con mi creador aquí presente. –Qué amigable que sonaba, pero, por otro lado, era del todo inquietante. 

¿Y no has ido a visitar a Beige, Nakamura o a otro de tus dibujantes...? 

¿Para qué? Para ellos soy solo un encargo, y lo mismo les doy yo que cualquier otro mutante o detective nocturno. 

Bien, eso confirmaba que yo era el auténtico creador de Sable Azul; hasta el mismo personaje lo había certificado. Pero, por algún motivo, volví a sudar como el día anterior, pero creo que no era por temor a él. 

¿Qué te ocurre? ¿No puedes escribir si alguien te mira? 

Claro que no, podía escribir en la mesa de un bar lleno o en medio de un parque, pero prefería hacerlo en la soledad de casa. 

La causa era otra. 

Es que no mereces una muerte tan... obvia contesté–. Pero tampoco quiero una muerte típica luchando contra tu mayor enemigo encima de un depósito de municiones en llamas. 

¿Te refieres a Dark Mask? ¿La palma él también? 

Por supuesto, contemplas a lo lejos cómo unos soldados rusos lo ahorcan en un árbol. 

Otra vez se puso su mano enguantada en la barbilla, sopesando lo que le había dicho. 

Una muerte digna de un nazi. 

Miré de nuevo hacia la pantalla en blanco que me esperaba en mi ordenador. 

Curioso cacharro, ¿es una tele? 

Es un ordenador; bueno, es algo así como... 

...esos cacharros de Lord Maxchine, los he visto muchas veces. 

Otro de los enemigos de Sable, un diabólico doctor que inventa armas imposibles para el Tercer Reich. 

Mi corazón volvió a palpitar como un tren sin frenos, la vista se me nublaba. ¿Iba a tener otro ataque? 

¿Qué te ocurre? me preguntó mi fantasma amigable. Me miraba preocupado con ese gesto del luchador que había contemplado en cientos de viñetas de su colección. 

No puedo hacerlo, amigo mío. 

¿No puedes escribir? 

No es eso, simplemente no puedo matarte... 

Por la mañana llamé a Tim Parson, lo que le dije le alegró al principio, pero luego le dejó preocupado. 

¿Que quieres continuar la serie? ¿Y eso? le oí berrear a través de las ondas, o lo que sea que transmitan los teléfonos móviles. Sonaba contento al saber que su guionista estrella y el único que no era un “artista de encargo” había entrado en razón. 

Me lo he pensado mejor, pero la haré de otra forma. 

No te entiendo. –Normal, si quieres conocer a alguien que no tenga ni idea del mundo del cómic, habla con un editor jefe. 

Creo que Sable tiene que continuar y yo también. –Las últimas tres palabras las dije en un susurro, no sé si las oyó, pero de verdad que las dije. 

¡¡¡Perfecto, eso es maravi...!!! 

No me has entendido, continuará, pero a mi manera. 

Se quedó un momento callado, el editor de la tercera o cuarta editorial de cómics más grande de Estados Unidos enmudeció. Y le narré cómo seguiría todo. Cómo su serie de “Sable Azul, el Mundo en Guerra” iba a continuar publicándose. 

EPÍLOGO: 

Sable Azul recibió un disparo por la espalda, pero, milagrosamente, en la siguiente entrega se recupera de su herida y lo veremos convaleciente en un hospital para veteranos, donde se enamora de la enfermera Caty Ollie, con la que se casará al final del conflicto. 

Regresa a la vida de civil y vuelve a su oficio de historiador, donde narra sus aventuras como Sable Azul. 

La colección seguiría, pero perdiendo su ambiente bélico, solamente visitado cuando Samuel Aaron rememorase sus tiempos de soldado mientras tenía dos hijos (una niña preciosa y un hijo hippie con el que mantiene largas discusiones sobre el patriotismo, modas y pacifismo). 

Perdimos a los lectores antiguos: 

Esta serie ya no me gusta; es como ver la vida de mis abuelos. ¡¡¡PUAJJJ!! 

(Jerry Ernst. 16 años. Canadá).

Pero ganamos algunos nuevos y, por primera vez, tuvimos buenas críticas. 

Sable Azul siguió vivo, y yo me mantuve con buena salud; ni un solo resfriado, gracias a Dios. 

Ni tampoco volvió a visitarme, también gracias a Dios. 



Chica Sombra

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