Cuéntame un cuento II: `La diosa y el beleño´, por David Martín Roca

Hoy os traigo el último relato de la II convocatoria de Cuéntame un cuento. Muy pronto, los tendréis en forma de antología en Amazon, tanto en papel como digital, y, por supuesto, se abrirá la III convocatoria.

Dicho esto, os dejo con La diosa y el beleño, de David Martín Roca.



Era de noche, y la carretera estaba oscura, pero aquello no importaba mucho. En aquella época del año, el sol se ponía antes de las cuatro de la tarde, y Nikola tenía mucha experiencia haciendo la ruta entre Bergen y Oslo.  

En el salpicadero, junto al móvil, un libro bastante grueso: Masa y poder, de Canetti. Lo leía un rato en las zonas de descanso. En la radio, aquel grupo finlandés que ganó eurovisión con disfraces de monstruos. Un trayecto normal.  

Sabía que aquella recta era peligrosa. En ocasiones, había visto otros camiones chocar contra alguna roca desprendida de la montaña. Sin embargo, no pensó que le ocurriese a él.  

Todo fue muy rápido. El enorme camión, con sus sesenta toneladas de carga, se precipitó fuera de la carretera y chocó frontalmente, primero con el guarda rail, luego con una pared de piedra. La cabina quedó deformada, aunque fue lo bastante resistente para salvar la vida de Nikola Rasulić. El bloque con la mercancía quedó torcido.  

El transportista de Belgrado recuperó la consciencia poco después. Todo estaba sumido en la oscuridad. Los cristales estaban rotos y el frío entraba en la cabina. Siete grados bajo cero. La radio no funcionaba. El móvil había salido despedido y no pudo encontrarlo.  

Con un par de golpes de la gruesa bota, apartó los cristales de la ventana y salió al exterior. Nevaba, pero no demasiado. Se abrochó el anorak y miró a la carretera esperando ver unas luces salvadoras. Cualquier vehículo le ayudaría. Solo necesitaba una llamada al servicio de rescates. Solo eso. 

Pero, pasados cuarenta minutos, la luz no aparecía. Y la nieve comenzaba a caer con mayor intensidad. Era preciso moverse. Caminar.  

Nikola dudó. Podía andar por el arcén, junto a la carretera. O podía internarse en lo desconocido intentando buscar un lugar habitado. Optó por lo segundo. Le parecía recordar que había casas cerca, en la falda de la montaña. Solo tenía que descender unos cientos de metros. La bajada no parecía difícil, pero eso era de día.  

Descendió resoplando, con mucho cuidado, apoyándose en la nieve, hundiendo los pies, agarrándose a las ramas de los árboles. Al llegar a terreno llano, sonrió. Vaya noche llevaba. Pero se las había visto en peores situaciones, cuando era niño y los bombardeos de la OTAN eran constantes y el techo de su casa retumbaba.  

Caminó por espacio de una hora. Finalmente, luz. Tenue, pero, sin duda, procedente de una casa. Aceleró el paso. 

Allí estaba. Una cabaña rústica y acogedora, hecha de madera y ladrillo. Parecía una casita de cuento de hadas, con su chimenea humeante. Nikola, exhausto y aterido de frío, se acercó a la puerta y buscó el timbre.  

No lo había. Lo que si había era una campanita de bronce. Al tirar de la cadena, emitió un sonido musical y extraño. La puerta se abrió. No vio a nadie al otro lado.  

Entró con precaución. Su noruego no era muy bueno, pero le bastaba para una conversación básica, y siempre podría recurrir al inglés. Inmediatamente, sintió el cambio de temperatura. Allí había una calidez envidiable, confortable, adormecedora. 

— ¿Hola? 

—Bienvenido. Pasa. Apártate de la puerta, Nikola. Entra frío.  

Aquella era una voz dulce, la de una mujer joven. La puerta se cerró sin ayuda.  

Entonces, Nikola se dio cuenta de varias cosas, aunque no podía procesarlas todas a la vez. La primera, y más obvia, es que la dueña de la casa conocía su nombre, algo imposible. Además, no le había hablado en noruego ni en inglés, sino en serbio. Lo segundo es que en aquella casa no parecía haber ningún tipo de aparato eléctrico. La luz procedía de un candelabro con velas y de algunas lámparas de aceite. No había televisión, ni equipo de música, ni nada. Solo… libros.  

Porque observaba una buena cantidad de ellos. No solo en las paredes llenas de estanterías. También en montones, sobre el sofá, sobre la mesa y en el mismo suelo. Uno de ellos era Masa y poder, de Elías Canetti.  

Todo aquello dejó de tener importancia cuando vio a su anfitriona.  

Llamarla guapa era llamar cerilla a un volcán. Se trataba de una morena pálida y escultural, pero no se limitaba a eso. Era voluptuosa. Llevaba un jersey de lana que se las apañaba apara ocultar sus curvas, pero el pantalón era de cuero, ajustado, negro y brillante, exhibiendo caderas de infarto y muslos poderosos.  

La mujer dejó un libro en la mesa y le miró con unos ojos verdes y hermosos que no parecían humanos, aunque Nikola no supo exactamente por qué. Sintió un mareo.  

—Si te lo preguntas, en este momento y lugar, me llamo Xiane Inverness. Un placer conocerte, Nikola. ¿Tu nombre es por el inventor? 

—No —replicó. Es por mi abuelo. Pero me extraña encontrarme a una mujer con acento de Belgrado en mitad de la nada y que además sepa mi nombre. ¿Han encontrado el camión los del servicio de rescate? ¿Cómo supieron que me dirigiría aquí? 

Xiane no respondió, sino que se acercó a la vieja cocina. Había agua calentándose en una tetera de hierro de aspecto hermoso, hecha en otro tiempo. Le sirvió un té de olor a frutas silvestres con un terrón de azúcar.  

—Ella no me dicho cuál es tu té preferido —dijo Xiane —, pero creo que este te gustará. Es Pu Erh imperial.  

Nikola tomó la taza entre las manos y la observó sonreír. En circunstancias normales, habría disfrutado mucho de un té así. Pero estaba molesto por la situación. Era un hombre casado y con un hijo, y había algo tremendamente seductor en el modo en que la joven le había tendido la taza, quedándose frente a él, muy cerca, tanto que podía ver el suave rosado de sus labios perfectos. 

—¿Otra persona le habló de si tomo té rojo o verde? —dijo mientras probaba un poco. Estaba bueno, pero desconfiaba. ¿Y si había algo raro dentro? 

Adivinando sus reservas, Xiane se sirvió otra taza.  

—Yo la llamo ella, en femenino, pero en realidad no tiene género. Digamos que es mi jefa. Me dijo cuándo vendrías, dijo lo que quiere de ti, pero no me habló de tus preferencias en cuanto a comida. Tengo un poco de todo.  

—Mire, señorita... Si le parece, voy a llamar a la policía con su teléfono y esperaré en una esquina a que vengan a por mí.  

—Me temo que no —replicó Xiane. Estarás aquí hasta que le des a ella lo que quiere. No creo que sea más de uno o dos meses, pero puede prolongarse si te resistes. En cuanto a tu camión, pronto lo hallarán en la cuneta y mañana se iniciará una búsqueda, pero no te encontrarán. Cuanto antes aceptes esto, mejor te irá.  

—Mire, señora, quiero decir, señorita —contestó nervioso—. Nunca en mi vida he tocado un pelo a una mujer, pero entienda que me parece usted una loca y he tenido un accidente. Lo mejor para los dos sería que me dejase llamar por teléfono. Si se niega, tendré que buscarlo por mí mismo. Luego me marcharé.  

—No —dijo ella con total tranquilidad. Ahora te sentarás y te terminarás el té.  

Ante su estupefacción, las piernas de Nikola se movieron solas hasta una silla. Se sentó sin poder evitarlo. Quiso protestar. Gritar. Pero sus labios simplemente no obedecían. Ella se sentó enfrente de él y dio otro sorbo a la taza.  

—¿Qué me ha hecho? Pudo articular al fin.  

—Tú lo llamarías magia, aunque ese es un término completamente vago e insustancial. Yo lo llamo Seidr. Solo las mujeres podemos dominarlo, pero que eso no te cause resquemor. Ha causado más mal que bien a sus usuarias, que somos pocas. Siete en concreto, aunque antaño fuimos muchas. Y si, antes de que lo preguntes, se nos llamó brujas, pero de nuevo ese es un nombre genérico que no nos define en absoluto ni a mí ni a mis hermanas. Incluso entre nosotras hay notables diferencias.  

—Me niego a creer lo que dice. Es una droga. Hipnosis. Un golpe que me di en el accidente.  

—¿Preferirías que todo fuese una alucinación y que todavía estuvieses en la cabina de tu camión, muriendo lentamente de frío y hemorragia? 

Nikola Rasulić admitió que no era una idea muy halagüeña. 

—Bien —dijo Xiane. Has dado el primer paso. Esto es real. Ahora, el segundo. Qué quiero de ti. Es sencillo. Quiero un libro. Cuando me lo des, podrás marcharte sin temer nada.  

—El único libro que traía conmigo se quedó en la cuneta y, además, ya lo tiene.  

—No quiero un libro de Canetti. Quiero un libro escrito por ti, Nikola Rasulić.  

—Eso es estúpido.  

—¿Lo es? Durante años has querido escribir, pero había que alimentar a la familia. Yo te doy la oportunidad de hacerlo.  

—Obligado. 

—Tanto como yo. Si no escribes ese libro, moriré. Como comprenderás, no voy a dejar que pase.  

—Está mal de la cabeza. Nadie se muere sin un libro que además no existe. 

—Yo sí. Ya te dije que la magia no viene gratis. Sirvo a un ente, a una ama. Está viva, pero no tiene boca ni corazón, porque es una biblioteca. Una biblioteca enorme, la mayor que jamás ha habido. Mientras la siga alimentando, viviré. Pero tengo que darle exactamente lo que quiere. A veces me pide cosas sencillas. Otras, son libros desaparecidos, casi imposibles de encontrar. Hubo un tiempo que le dio por Conan Doyle. En ocasiones, me exige libros que todavía no existen, y tengo que apañármelas para que se hagan. Me ocurrió en Madrid, en el 1936, y ahora tú eres el elegido. Ni siquiera sé el título de lo que vas a escribir, solo que lo harás.  

—No creo en brujas. Y no creo que usted estuviese viva en el treinta y seis. Tendría usted ochenta y seis años, es decir, tendría eso de nacer en ese mismo año.  

—Oh, poseo más de dos mil años, soy la persona más vieja que existe, o, mejor dicho, el ser humano más viejo. Hay otros, pero ya no son humanos y no quieres conocerlos. Esos no se contentan con libros.  

—Pero yo tengo una mujer y un hijo —protestó—.  Si me retiene aquí, pensarán que he muerto. Les romperá el corazón. No puedo dejar que pase.   

Xiane se incorporó y se llevó las tazas vacías a la cocina. Nikola sintió una cierta relajación en sus músculos. Quizás podría echar a correr. Fuera seguía siendo de noche, pero cualquier cosa era mejor que estar con aquella demente.  

—No me gusta torturar —dijo ella al fin. Ni matar. Lo evito si puedo. Pero, normalmente, la biblioteca no está tan hambrienta de libros. Parece que estuviese acumulando comida para una larga carestía, como si de pronto la gente fuese a dejar de escribir. Debes entender que ella quiere tu libro y haré lo que sea para conseguirlo.  

—Si me mata, no habrá libro.  

Xiane asintió.  

—No creo que lleguemos tan lejos. Te propongo un trato justo. Si colaboras, tu esposa y tu hijo sabrán que vives. No podrán demostrarlo ni tendrán una prueba sólida, pero lo sabrán. Soñarán contigo y les reconfortarás. Además, recibirán el dinero que tú les habrías mandado de estar trabajando. Incluso un poco más.  

—No tengo pruebas de que vaya a cumplir lo que dice.  

—Te las daré. Y no espero que trabajes gratis. Cuando termines el libro, recibirás… no sé… ¿Diez mil dólares? 

Nikola miró la puerta una vez más. Incorporarse. Lanzarle una silla a la mujer y correr. Ese era el plan.  

—Escribiré ese libro —dijo. Por quince mil.  

Los días siguientes, Nikola Rasulić trabajó en su libro. No había electricidad, así que tuvo que usar una vieja Olivetti. Las páginas se llenaban lentamente. No era ducho manejándola, y los errores le obligaban a reescribir mil veces. Llenaba papelera tras papelera, mientras Xiane le trataba como a un señor. Le hacía la comida. Le preparaba la cama con buenas mantas bien limpias y alimentaba la chimenea. Todo con tal de que escribiera el maldito libro.  

Era una extraña especie de prisionero.  

Se le permitía dar algunas vueltas a la casa para estirar las piernas, pero las veces que intentó ir más lejos, no pudo. De haber tenido control de su cuerpo, la huida hubiese sido sencilla. No estaban a más de tres kilómetros de la montaña por donde pasaba la autovía hacia Oslo.  

Nikola mantuvo muchas charlas con Xiane. Fue muy cuidadoso. O ella, o esa supuesta biblioteca podían leer la mente hasta cierto punto, o no sabrían de él todo lo que sabían. Sin embargo, no lo conocían todo y no podían controlar sus pensamientos. No supo que el nombre de Nikola procedía de su abuelo. No conocía la dirección de su casa en Belgrado y tuvo que dársela, pero en verdad envió bastante dinero. Los poderes de Xiane tenían límites. No era una maga como aquel ratón animado que hacía que una escoba se moviese y barriese sola, y desde luego ella fregaba los platos con sus propias manos.  

Tampoco desconocía la tecnología moderna, solo que no la usaba. Descubrió que Xiane sabía de las redes sociales, de vídeos, de la deprimente política mundial. Pero no formaba parte de aquel circo. En aquella cabaña no había otra cosa que el pasado. Había tranquilidad, naturaleza, había algo que le inspiraba. Y supo aprovecharlo.  

La diosa y el beleño —dijo Xiane al examinar la primera página—. Un título interesante.  

—Es una metáfora. El beleño es el mundo moderno. Cómo nos adormece. Cómo nos vuelve esclavos.  

—¿Por qué has usado beleño y no opio? —preguntó ella. La gente sabe poco del beleño, pero todos conocen el opio.  

—Lo pensé. Pensé en llamarlo Opio Virtual. Pero las primeras ideas hay que desecharlas. Normalmente se le han ocurrido a otro antes.  

—Bien dicho —replicó ella, sopesando el montón de cuartillas que ya empezaban a parecerse a un libro. ¿Y la diosa? 

—La diosa eres tú —le dijo, mirándola a los ojos.  

Pese a todo lo ocurrido, pese a saber que su familia estaba abastecida, seguía queriendo fugarse de aquel lugar. No tenía garantía alguna de que Xiane no le matase. A lo mejor era una especie de vampira. Quizás lo del libro era un engaño y le estaba cebando. Entonces, se le ocurrió que podía seducir a la seductora. A lo mejor, si se encariñaba con él, le revelaría algún punto débil. 

O a lo mejor solo estaba intentando justificar su síndrome de Estocolmo.  

La besó y no encontró resistencia en aquel contacto húmedo. La rodeó con los brazos y la sintió cálida. Le quitó la ropa y la encontró más hermosa que nunca. Hicieron el amor.  

Nikola se había esforzado a fondo en complacerla y, al parecer, ella no había quedado decepcionada con la experiencia. Estaba agotado. Observó que Xiane tenía un tatuaje en la espalda. Una espada con el pomo a la altura de la nuca y la punta ya casi llegando al final de la cadera. No era uno de esos tatuajes actuales, que parecían pintados con aerógrafo.  

—Es la marca del aquelarre de la espada —dijo ella cuando le descubrió mirándola. Tiene ochocientos años. Me lo hice en Bagdad, poco antes de que los mongoles arrasaran mi hermosa biblioteca.  

—¿Sobreviviste? Pensé que la biblioteca te mantenía viva. 

—Así es, pero no es tan fácil destruirla. La biblioteca no existe en un único lugar, sino en muchos. Es ubicua. Ahora una parte está en Noruega. Pero, al mismo tiempo, otra parte se encuentra en la isla de Wight, y otra más en Lisboa. Si alguien destruye parte de ella, como ocurrió en Alejandría, aunque me debilita, no acaba conmigo. 

—Si la muerte fuese algo bueno, los dioses no serían inmortales —recitó Nikola.  

—Ah, has leído a Safo de Lesbos —replicó ella, desperezándose como una diosa—. Muy bien.  

Entonces se durmió.  

Nikola se sintió por fin dueño de sí mismo. Era como si hubiese apagado un interruptor. Se vistió rápidamente y miró por la ventana. Empezaba a amanecer y no nevaba. ¿Debía tomar alguna medida drástica? ¿Golpear a Xiane mientras dormía? ¿Atarla? ¿Quemar la casa y los libros? Decidió que no lo haría. Ni era un asesino ni ella se había portado tan mal como para desear destruirla.  

Lo que sí hizo fue coger sus papeles y metérselos bajo la camisa.  

Abrió la puerta sin dificultades y logró llegar a la carretera. Allí, un coche lo recogió y le llevó a Oslo. Había estado prisionero cuatro semanas. 

Consiguió cobrar el seguro del camión y regresar a su patria, a Serbia. No dijo nada a nadie de brujas ni hechizos. 

Su familia le recibió entre lágrimas. Le dijeron que habían soñado con él todas las noches.  

Menos de un año después, Nikola terminó La diosa y el beleño y lo mandó a tres editoriales de Belgrado. Dos lo rechazaron, pero una le remitió a un editor poco conocido. El libro se publicó por la editorial Vlach y se vendió bien. Muy bien.  

Luego se tradujo al húngaro y por fin al alemán. Allí, su crítica de la sociedad actual arrasó. No es que no hubiese libros parecidos. Los había, y muchos. Pero la visión de Nikola no la tenía ningún otro. Como él dijo, había muchos Opios Virtuales, pero solo había un beleño.  

Dos años más tarde, Nikola ya no trabajaba como camionero. Podía vivir de escribir, y ya preparaba su segundo libro. En la librería firmaba ejemplares de La diosa y el beleño, cuyos montones debían ser reemplazados con rapidez. Unas ventas maravillosas.  

En la cola, una joven bien vestida, falda corta y camisa blanca, una estudiante universitaria o una secretaria. El pelo oscuro recogido le caía sobre la espalda. Unas grandes gafas redondas le hacían parecer una hermosa empollona.  

Las gafas, por grandes que fueran, no podían ocultar aquellos inmortales ojos verdes. 

Nikola se quedó sin aliento al reconocerla. Ella le acercó el libro parea que lo firmase. 

—Me ha gustado mucho su libro, señor —dijo ella con una leve sonrisa—. Y a ella también.  


Chica Sombra

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