Cuéntame un cuento: `El ocaso de las brujas´, por C.G. Demian


Hoy volvemos con esta nueva sección semanal llamada Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com.

El elegido de hoy es El ocaso de las brujas, de C.G. Demian. ¡Adelante con él!


Las brujas se arracimaron en torno a la gran hoguera, apretujándose unas contra otras, rozando sus capas mugrientas y raídas. Todas deseaban sentir el calor de las llamas sagradas, acariciarlas con los dedos, si fuera posible. Mientras tanto, el fuego primordial ardía incontenible, lamiendo la superficie del mar de estrellas que era la noche. Al amparo de su luz verdosa, las veinte hechiceras del Gran Consejo esperaban a que diese comienzo el aquelarre. 
Rostros con los ceños fruncidos, los ojos hundidos en sus cuencas, negros como tizones, creando la ilusión de pequeños agujeros negros en medio de la oscuridad. No corrían buenos tiempos para las brujas y eran todavía peores para Clepsidra.
Había sido la última en ingresar en el Gran Consejo, joven todavía, si atendemos a la media de edad de sus miembros, pero su linaje se remontaba al principio de los tiempos y, en una sociedad regida por las tradiciones, aquello significaba mucho. Así que la admitieron a regañadientes, no les quedaba otra, era la última de su estirpe, y su familia había sido una de las Cinco Fundadoras. 
El aullido de un lobo llegó desde alguna parte para indicar el comienzo del aquelarre. La Gran Hechicera se levantó costosamente, apoyándose en un cayado negro, cuyo tronco estaba tallado con inscripciones desde un extremo al otro. Caminó con pasos cortos y esforzados hasta el centro del círculo, hasta adentrarse en la hoguera. Olía a quemado, pero la Primera Sacerdotisa no ardía, no mostraba señal alguna de dolor. Su rostro permanecía impertérrito, los ojos no miraban a ninguna parte, a pesar de que parecían verlo todo.
─Hermanas, como ya sabéis, corren tiempos difíciles ─dijo con voz enérgica─. Supongo que algunas de vosotras ya conocéis que los demonios nos han declarado la guerra. Y la están ganando. 
Un murmullo de voces interrumpió el parlamento de la Gran Hechicera. Esta lo acalló con un ademán de la mano.
─Desde que los Dioses abandonaron la Tierra, demonios y brujas hemos hecho uso de la magia, pero la energía que la hace posible se está agotando. Se está evaporando del aire y de los ríos, de las copas de los árboles y de la arena de los desiertos. Y, al marchitarse, nos deja indefensas. ¿Qué será de nosotras cuando seamos incapaces de conjurar el hechizo más simple, o de lanzar una maldición? No seremos otra cosa más que unas ancianas con un garrote en las manos.
Clepsidra respondió con un mohín de los labios. Ella no era para nada una vieja. 
─Debemos estar juntas, protegernos unas a otras, en definitiva, ayudarnos.
Un rumor creció en el aquelarre. Ayuda no era una palabra a la que soliera recurrir una hechicera. Todo el mundo sabe que no hay nadie menos de fiar que una bruja.
─¿De qué nos servirá protegernos las unas a las otras si no tenemos magia? Resultaría más útil contratar mercenarios.
─Casandra, ningún ejército podrá detener a los demonios si no cuenta con un poco de magia de su parte.
─Yo puedo proporcionarles un poco de magia ─respondió airada.
─De momento. De momento.
─La Gran Hechicera tiene razón ─bramó Locasta─, mi poder se ha debilitado durante estas últimas semanas, y estoy segura de que ha vosotras os ha sucedido lo mismo.
─Pero eso no significa que vaya a desaparecer por completo. Además, ¿acaso los demonios no estarán perdiendo también los suyos? 
─¡Es cierto!, Casandra tiene razón ─gritó Tasmin.
Y varias voces se le unieron. Un frenesí se apoderó de ellas y, blandiendo los cayados sobre sus cabezas, comenzaron a corear el nombre de Casandra una y otra vez, con un ritmo casi hipnótico. 
La Gran Hechicera las observaba con ojos vidriosos. Allí de pie, con su gris melena cayéndole como una cascada de hilos de plata hasta la cintura, sus profundas arrugas y su piel cuarteada y lechosa, no era más que una carcamal, un fósil de otra época que la erosión no tardaría en destruir. 
Y estaba segura de que no sería la única en ser destruida.

* * * *

Clepsidra se había adentrado en la noche, huyendo de los demonios. Todavía podía sentir el calor de su casa en llamas, pero se negó a volverse para mirar. Era demasiado impetuosa para quedarse de brazos cruzados, contemplando como el fuego devoraba su vida y sus recuerdos. A esas alturas, era evidente que tendría que ser ella misma quien solucionara las cosas, como había hecho su familia desde tiempos inmemoriales.
La bruja atravesaba el bosque corriendo, dando largas zancadas. Era una suerte contar con Nattegon, su querido búho, quien, a través sus ojos, le permitía ver en la oscuridad. Era la única ayuda con la que contaba, además de El Libro de las Sombras, que transportaba a la espalda en un hatillo improvisado.
Clepsidra se deslizaba ágil sobre la hojarasca del bosque, esquivando ramas y arbustos, saltando sobre troncos caídos y piedras resbaladizas cubiertas de musgo. Tenía un largo trayecto por delante. Debía llegar lo antes posible, los demonios tenían espías en todas partes. Clepsidra, a veces, incluso dudaba de alguna de sus compañeras del Consejo. 
Sobre la copa de los árboles, una delgada columna de humo adelantó la presencia de una casa. Tuvo que recorrer todavía un buen trecho hasta que el bosque se abrió de forma abrupta, dejando lugar a un claro bastante amplio, que daba cabida a una pequeña cabaña y a un prado verde, donde pacían dos vacas escuálidas y unas pocas ovejas. En un lateral de la casa, un hombre cortaba leña con un hacha. De su boca salía, a intervalos regulares, una vaharada blanca que se perdía en el aire a poca distancia.
Clepsidra se detuvo un momento para recuperar el resuello y, de paso, para estudiar al hombre que cortaba leña. Bajo unos pantalones de cuero, se adivinaba la inconfundible forma de las patas de un fauno. Debía de tratarse del mismísimo Gholg. 
Se adentró en el prado con aire digno. Caminaba apoyándose en su cayado del mismo modo que un aristócrata lo haría en un batón. El fauno parecería no haber advertido su presencia y el ganado la ignoraba por completo.
El fauno seguía cortando leña cuando Clepsidra se detuvo a sus espaldas; podría haberle tocado con la punta de su garrote.
─Pensaba que llegarías volando en una escoba ─rezongó el fauno.
─Y yo que tú vivirías en un palacio de cristal.
─Las cosas no siempre son como creemos, ¿verdad?
El fauno se agachó para recoger un tarugo de madera y dejarlo en lo alto de la pila. A continuación, se volvió hacia la bruja. Sus ojos grises se clavaron en los de Clepsidra; no era una mirada amable.
─Sé a qué has venido, pero temo no poder ayudarte.
─¿No sabes por qué está desapareciendo la magia?
─Eso no importa. No tiene solución. 
─Había oído decir de ti que eras sabio, pero no sabes una mierda.
─Eso es lo que decían otros, ahora ya tienes tu propia opinión. Pero, lo verdaderamente importante es cuanto sé en realidad. ─Se frotó la barbilla con una mano gruesa y velluda─. Te ofrezco esta información como un regalo, es probable que pronto estéis todas muertas. 
─¿Todas muertas?
─Existen unos pozos en donde la magia ha quedado atrapada. Sus aguas son mágicas, pero me temo que se os han adelantado.
Dicho esto, se volvió hacia el montón de troncos que quedaban por cortar. Colocó uno en vertical y levantó el hacha.
La conversación había terminado, y la joven bruja estaba todavía más preocupada que antes de comenzarla.

* * * *

Clepsidra hojeaba furiosamente El Libro de las Sombras. Las páginas volaban hacia adelante y hacia atrás entre sus ágiles dedos. Tenía que haber alguna referencia a los pozos que había mencionado Gholg, en alguna parte. Mientras tanto, Nattegon revoloteaba, cambiando de un mueble a otro,  en el pequeño espacio que era la buhardilla en la que ahora vivían. Con cada movimiento del ave nocturna, la bruja lanzaba una mirada de reprobación.
Después de horas de infructuosa búsqueda, se dejó caer sobre una mecedora desvencijada que se había convertido en el único asiento disponible. Se sentía derrotada, perdida en un laberinto sin salida. No quedaba nadie más a quien recurrir. 
Se preguntó cuánto tiempo tardarían los demonios en darle caza. Seguramente, jugarían con ella un poco antes de matarla, igual que hacen los gatos con los ratones que capturan. Luego la convertirían en cenizas.
Quizás debiera contactar con Casandra, ella dispondría de un ejército. De ese modo tendrían al menos una oportunidad.

* * * *

Las ilusiones mueren justo en el momento en que se las enfrenta con la realidad. Las de Clepsidra no apenas tenían unos pocos días de vida.
Ante sus ojos se extendía una explanada cubierta cadáveres, amontonados unos sobre otros. Con su sangre habían cubierto la hierba de una costra negra que crujía a cada paso. El aire apestaba a muerte y algunos fuegos chisporroteaban aquí y allá, solo apaciguados por el rocío del amanecer. 
Entre tanta muerte, Clepsidra no tardó en identificar el cuerpo de Casandra. Su túnica y su sombrero la distinguían de los soldados, cuyas armaduras abolladas y rotas eran prueba irrefutable del poder de los demonios.
─Yo soy la portavoz de la Casa del Agua ─se dijo a sí misma. Su voz había sido apenas un susurro entre tanto silencio. Esto le hizo darse cuenta de lo asustada que estaba.
Si no quería unirse a aquel grupo de sangrantes, debería encontrar pronto uno de esos pozos por sí misma.

* * * *

Habían transcurrido varias semanas y Clepsidra continuaba recorriendo los bosques con un péndulo en sus manos, escrutando cada metro cuadrado, cada oquedad, cada gruta. A estas alturas, se le antojaba una tarea inabarcable para una sola... bruja. Aunque, siendo realistas, debía ser ya la única con vida en todas las tierras del Sikoar.
Sin embargo, esta era una lucha a vida o muerte. Debía encontrar un pozo, uno que todavía no estuviera custodiado por demonios, o quedaría indefensa a merced de aquellos seres.
La suerte la sorprendió al atardecer. Guiada por el péndulo, se adentró en la Ciénaga Quebrada. El barro le llegaba hasta las rodillas, una nube de mosquitos la rodeaba y la aguijoneaba sin descanso y la luz del día la abandonaba, sumiéndola en tinieblas. No obstante, el pozo se hallaba cerca, podía sentirlo a través de la cuerda que llevaba atada al dedo corazón.
Estuvo a punto de resbalar dentro del hoyo. Entre tanto barro, en medio de la oscuridad, era casi indistinguible. Por suerte, consiguió retirar a tiempo el pie. Lágrimas de alegría le brotaron de los ojos. Al descender por las mejillas crearon surcos en su cara manchada de fango.
Hizo un cuenco con sus manos y lo llenó de agua. La bebió, sabía a tierra y podredumbre. Si no moría por el cólera o cualquier otra enfermedad horrible, llegaría a vieja. Con el poder de estas aguas no habría demonio que la derrotara. O, por lo menos, eso quiso creer en aquel instante.

¿Qué os ha parecido esta vez? ¡Hasta la próxima semana!


Chica Sombra

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