Cuéntame un cuento: `Beta-37´, por Aitor Heras Rodríguez

Hoy seguimos con esta sección llamada Cuéntame un cuento, donde publicaremos relatos elegidos de entre todos los que nos lleguen con la idea de, cada año, publicar una antología con los que más gusten. ¿Os animáis? ¡Pues a qué estáis esperando! Enviad vuestros escritos, sean del género que sean, en formato Word (2-5 páginas) a webchicasombra@gmail.com

En esta ocasión el seleccionado ha sido Beta-37, del escritor Aitor Heras Rodríguez. ¡Adelante con él!



Beta-37 avanzaba por un pasillo aséptico, de paredes blancas, sin ningún otro elemento superfluo en forma de plantas, cuadros o cualquier elemento decorativo que dotase de personalidad el largo corredor en el que se encontraba. Le disgustó comprobar que la ordenanza veintitrés barra cuatrocientos doce guión dos mil veinticuatro, que prohibía de forma categórica la “utilización o emplazamiento de cualquier objeto sin una finalidad práctica”, se cumplía a rajatabla en el Ministerio. Lo único que había en la pared, a su izquierda, eran unos pequeños ventanucos rectangulares, que permitían el paso de la luz exterior, como método de aprovechamiento de los recursos naturales. Caminaba despacio, con pasos indolentes, muestra de la desidia que le producía el encargo que le habían encomendado. En su mano apretaba con fuerza el documento que alguien había dejado en su escritorio una hora antes, órdenes directas de su superior. Sin posibilidad de ignorarlas. Cuando el Jefe de Departamento daba una orden, esta era calificada de Prioridad Negra, lo que en el Ministerio significaba que era de obligado cumplimiento inmediato, eximiendo al receptor de las demás tareas. La verdad era que no había leído el texto completo, pero un simple ojeo por encima le bastó para comprobar que se trataba de otro caso de incumplimiento de la orden federal setenta y seis barra ciento ochenta y siete guión dos mil veintitrés. En las órdenes tipografiadas nunca constaba ninguna información acerca del infractor. Pero Beta—37 sabía que la infracción de dicha ordenanza era una de las violaciones más peligrosas del Código del Legislador, las normas que regían los destinos de los habitantes de la República, y que no habían dejado nada al azar. 

Tardó en llegar a la puerta de su superior, blanca, lisa, sin ninguna impureza o mínima diferencia con las demás que habían ido quedando a su derecha a lo largo del pasillo. Sólo la letra alfa, dibujada en un negro opaco, que destacaba en la albura de la madera, como único elemento de diferenciación con las demás. Beta-37 respiró hondo y golpeó con suavidad la madera con sus nudillos. El mecanismo de autoapertura funcionó a la perfección, habiendo detectado con el simple contacto de la piel de Beta-37 que se hallaba ante personal contratado del Ministerio. Alfa-1 se encontraba sentado en su escritorio, de la misma madera blanca inmaculada y blanca que todo el mobiliario de las más de doscientas estancias del edificio. Sus manos, arrugadas y acartonadas, descansaban a ambos lados del teclado de la holocomputadora. Alfa-1 la invitó con un leve gesto de su cabeza a entrar y tomar asiento en las incómodas sillas de plástico que estaban situadas enfrente de su mesa. Beta-37 le entregó la hoja de papel que llevaba en la mano, esperando que fuese él quien empezase a hablar. 

—Salutaciones, Beta-37 —dijo, con una voz suave y aterciopelada, que ella jamás habría asociado al rostro regio y severo, propio de las personas que atesoran toda una vida de vivencias y la sabiduría que estas proporcionan en su interior, que alguna vez había visto en la entrada del Ministerio, en el holorretrato que presidía el recibidor, encima del mostrador en el que dos jóvenes y hermosas Gammas ejercían las labores de recepción. 

—Salutaciones, Alfa-Ministro —respondió ella con un tono neutro, tratando de no dar a conocer la incomodidad que le producía el ser recibida por él. Permanecieron unos largos segundos mirándose a los ojos, hasta que ella reaccionó y le entregó la hoja de papel que llevaba en la mano. 

—He recibido esto hace pocos minutos. No da muchos detalles. 

El Alfa-Ministro tomó el folio entre sus dedos con delicadeza. Lo dejó en la mesa y comenzó a teclear en su holocomputadora, sin levantar la vista de la pantalla. No le llevó mucho tiempo encontrar la información que buscaba. Extrajo de un cajón a su izquierda una placa de cristal, del tamaño de la palma de su mano, y la introdujo en una ranura situada a la derecha del teclado. Pasados unos segundos, envueltos en un silencio total, la extrajo y se la entregó a la joven. 

—Aquí tiene, Beta-37. Como ha podido comprobar, se trata de una violación de la ordenanza setenta y seis barra ciento ochenta y siete guión dos mil veintitrés. Hacía tiempo que no veía una —añadió, transformando su extrañeza en un ceño fruncido. Beta-37 rebuscó en los más recónditos rincones de su memoria, tratando de recordar la ordenanza setenta y seis barra ciento ochenta y siete guión dos mil veintitrés. Le llevó un minuto traerla a su memoria consciente y se dio cuenta de que, tal y como había dicho el Alfa-Ministro, hacía tiempo que no se producía una infracción de la misma. Sus miradas se cruzaron un instante, y a ella le pareció observar algo en la de su inmediato superior, le pareció que ocultaba algo, pero, por supuesto, jamás habría osado insinuárselo y mucho menos decirlo. La infalibilidad de los Ministros era algo que estaba por encima de toda duda. 

—Quiero que vaya allí y lo resuelva lo antes posible. Queremos al infractor en las dependencias del Ministerio antes de que acabe el día. 

Beta-37 bajó entonces la mirada hacia el papel que su superior le había entregado. Y cuando vio la dirección, su estómago se transformó en una pesada bola de acero. Su respiración se cortó, pero lo único que le preocupó en ese momento era saber si el Alfa-Ministro había notado su reacción. Si así fue, este no dejó translucir nada de lo que estaba pensando. Levantó la vista, que se encontró con la de él. Permanecieron en silencio unos segundos, escrutándose el uno al otro, hasta que el Alfa-Ministro habló: 

—Confío en su diligencia y eficiencia para traer al infractor a nuestras dependencias lo antes posible. Si lo hace, será recomendada, se lo garantizo. Salutaciones y buenos días. 

El leve movimiento de la mano le indicó a Beta-37 que era el momento de abandonar la estancia, que todo estaba ya dicho y que no había vuelta atrás. Cuando salió del despacho, tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contener las lágrimas. No debía dejar que nadie que se cruzase con ella la viese llorando, ya que las consecuencias podrían ser terribles. Respiró hondo y empezó a caminar hacia la salida, tratando de mantener la cabeza bien alta y de dotar a su rostro de un aspecto sereno y neutral. Dejar atrás la puerta principal del Ministerio y salir a la calle, donde una suave brisa corría y fue a estrellarse en su rostro, sirvió para infundirle un nuevo ánimo. Se dijo a sí misma infinidad de cosas, para tratar de autoconvencerse de que la tarea que debía llevar a cabo sería una más en su dilatada carrera. Casi llegó a conseguirlo, pero era imposible. En su cabeza, al cerrar los ojos, veía su rostro, tan lleno de bondad, carente de toda malicia. Lo veía como lo recordaba, porque varios años habían pasado desde la última vez que lo tuvo frente a sí. Una lágrima comenzó a caer por su rostro, para morir en la comisura de sus labios. Su única preocupación en ese momento era que nadie la viese llorando. 

El Ministerio tenía a disposición de los empleados los aeromóviles oficiales, pero Delta-37 decidió viajar en el aerorraíl. El ritmo pausado de su desplazamiento le permitía contemplar a través de la ventanilla el paisaje. Le encantaba, en especial, contemplar el Sector Exterior, la parte nueva de la ciudad, con sus enormes avenidas ajardinadas, franqueadas por enormes árboles y sus imponentes bloques de apartamentos, todos de cristal, que permitían el aprovechamiento de la luz solar, que se reflejaba en cada ventana, iluminando todos los rincones de las calles, en las que las personas que caminaban semejaban una activa colonia de insectos, vistos desde la altura y la distancia que el aerorraíl proporcionaba a los viajeros. Siempre se sentía cómoda en esta parte de la urbe, a la que sentía que pertenecía, más que al lugar en el que pasó su infancia, el Sector Interior, que ya no era más que un simple recuerdo borroso y frágil, por mucho que, en el fondo de su ser, siempre se considerase perteneciente a la parte vieja de la polis, y no hubiese conseguido extirpar de su ser toda la pátina que haber vivido en el sector pobre deja en sus habitantes. 

El Sector Interior comenzó a perfilarse en el horizonte. Los enormes edificios acristalados y las amplias avenidas dieron pasa a casas más bajas, algunas de una sola planta, ennegrecidas por el paso del tiempo, fiel reflejo de las grises existencias que sus habitantes llevaban, ajenos en muchos casos del ritmo de vida del Sector Exterior, de sus comodidades y sus lujos, no así de sus normas, que se hacían cumplir más férreamente por los distintos Ministerios aquí que en cualquier otro lugar. En ninguna otra parte se hacía sentir con más fuerza el peso de las leyes que los Ministerios aprobaban y aplicaban. La luz del sol parecía no querer tener nada que ver con esta parte de la ciudad, la calidez no llegaba a las sucias calles y las ennegrecidas fachadas. Los pocos árboles que había, crecían torcidos. Sus ramas eran dedos encrespados, sin hojas, que se extendían hacia el cielo, buscando algo de vida, fuera del entorno gris y apagado que les rodeaba. La suciedad se amontonaba en las aceras, por las que era difícil transitar sin golpear los restos que se amontonaban descuidados, testimonio de la dejadez a la que era sometida el Sector Interior por parte de la Administración. Las pocas personas que se veían caminando desde el monorraíl, que en el Sector Interior iba a ras de calle, se movían despacio, con la cabeza gacha, envueltos en ropas viejas y ajadas, muy lejos de los vanguardistas diseños que se veían en el Sector Exterior, con sus ropas de chillones colores, en las que predominaban los superfluos pero estéticos adornos, tan de moda esa temporada. 

El monorraíl llegó a la última parada. Ésta no era más que una marquesina al lado de la vía, con dos de los tres cristales rotos. Una pintada ilegible decoraba el único panel de vidrio que permanecía entero. Parecía que no podía haber nada puro o inmaculado en el Sector Interior. Comenzó a caminar hacia la dirección que le habían facilitado, despacio, tratando de prolongar todo lo posible el momento del encuentro. No podía más que ver el rostro del infractor, que tantas veces había contemplado, durante tantos años. Llegó a odiarle por ponerle en la situación en que se encontraba en ese momento. Ese odio iba mezclado con una profunda ternura. Un gato salió de entre un montón de bolsas de basura, relamiendo sus bigotes, y se escabulló corriendo al acercarse Beta-37 a él. 

Llegó a la dirección que estaba buscando. Era una casita baja, de fachada gris, sin adornos, en donde el paso de los años había dejado su huella en forma de suciedad y pequeñas erosiones. Un buzón negro, situado a la izquierda de la puerta, era lo único que destacaba. Se plantó delante de la entrada, mientras una corriente de aire cálido le alborotaba el pelo, sin decidirse a pulsar el timbre. Una vez que lo hubiese hecho no habría vuelta atrás. Hizo un enorme esfuerzo y apretó el botón. La campana que sonó en el interior de la casa rasgó el silencio reinante en la calle, en la que hasta el viento parecía haber perdido su voz. El tiempo que esperó hasta que la puerta se abrió pareció durar una eternidad. Entonces se oyó el cerrojo descorriéndose, ya que las holocerraduras no parecían haber llegado al Sector Interior. Se abrió la puerta y allí estaba, delante de ella. Tenía el pelo más corto que la última vez que le vio, y más blanco. Su rostro era una máscara de cansancio, como siempre había sido, pero mezclado ahora con una profunda tristeza, que asomaba a sus ojos sin brillo, casi carentes de vida. El anciano no dijo nada, pero no hizo falta. Se giró y dirigió al interior de la vivienda. Beta-37 le siguió. El hombre tomó asiento en un viejo y raído sillón de cuero, hecho ya a su forma corporal después de años de haberle procurado descanso. La joven permaneció de pie unos segundos y se encaminó al sofá que había bajo la única ventana de la habitación, comprendiendo que le llevaría más tiempo del que pretendía. El hombre la contempló, con sus ojos saboreando el rostro de la joven, y así permaneció, dejando claro que, después de tantos años, no sería él el que diese el primer paso. Por fin Beta-37 habló, consiguió pronunciar un débil “hola”, que sonó roto en su garganta, porque el nudo que en ella había no dejaba pasar las palabras con fluidez. No sirvió para romper la tensión entre ellos dos. Lo que sí lo hizo posible fue que el anciano se levantase, fuese a la cocina y trajese una jarra de té helado. Sabía que a ella le gustaba, o le había gustado siempre. Sirvió dos vasos y le ofreció uno a la joven, que tuvo que tragar con todas sus fuerzas para devolver el llanto a su estómago. Tomó un sorbo y el sabor de la bebida le hizo recordar mil momentos de su infancia. Por un momento fue otra vez la niña que fue, la que nunca dejaba de sonreír, la que nunca dejaba de corretear por su casa, cantando y riendo. Pero fue sólo un momento, el mismo que tardó en decidir que no podía posponer lo inevitable por más tiempo. 

—¿Sabes por qué he venido?— preguntó Beta-37. El anciano asintió con la cabeza, pero no respondió—. ¿Sabes cuáles son las consecuencias? ¿Y las que puede tener para mí? ¿Te las has planteado? 

El hombre bajó la mirada entonces, y así permaneció, sin atreverse a mirar a los ojos de Beta-37. Cuando se rehizo, le sólo pudo preguntarle “¿Quieres verlo?”. Se levantó y salió al patio trasero que la casa tenía. La joven permaneció sentada, con el vaso de té calentándose en su mano. Decidió salir, porque de verdad quería verlo. Descubrió al anciano sentado, contemplándolo. Había un brillo en sus ojos, como el que tienen los ojos de un padre al mirar a un hijo, al que se ha dedicado todo el esfuerzo y toda una vida. El tronco ascendía curvado hacia la izquierda, con un precioso movimiento ondulado. Sus rugosidades le conferían un aspecto de noble vejez, como las arrugas de un rostro pueden ser testimonio de la sabiduría de una persona. Las ramas crecían todas en esa misma dirección, dando la sensación de ser barridas por una corriente de viento imaginaria. Las acídulas eran de un verde oscuro y brillante, plenas de salud. Beta-37 sabía que ese árbol le doblaba en edad, que llevaba con el anciano mucho antes de que ella naciese, lo que hacía que lo contemplase con verdadera admiración. Tenía que reconocer que la majestuosidad del árbol, su casi metro y medio de altura, era imponente, y no se parecía a nada que pudiese verse actualmente, en ninguno de los dos sectores. Por un segundo, observando el precioso movimiento curvo del tronco, las ramas abanicadas por una inexistente pero real corriente de viento, casi se le olvidó el objeto de su visita. 

—Es... precioso —dijo ella, sintiendo como las palabras se trababan en su garganta. Miró al anciano, que lo contemplaba ensimismado, sin parecer ser consciente de que estaba en compañía. A Beta-37 le partió el alma cómo el hombre observaba el maravilloso árbol, y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el anciano sabía que lo estaba mirando por última vez. 

—Es precioso, pero sabes que tengo que llevármelo. Y dar parte —dijo la joven, tratando de sonar autoritaria. 

—Haz lo que tengas que hacer. Hace tiempo que sabía que este día llegaría. Lo que me apena es que seas tú, mi propia hija, la que me haga esto. He vivido ya demasiado. He visto como el mundo ha pasado de ser un lugar horrible a ser un lugar irreconocible. No habéis hecho más que dejar a la gente de lado, para crear vuestro propio palacio de cristal, para sentiros a salvo de la miseria, del dolor, de la humanidad, en resumidas cuentas. Porque ese es el precio que habéis pagado, vuestra humanidad. Habéis creído que erais mejores que todos los demás, y os habéis construido vuestra propia jaula de oro, en la que vivís instalados en un sentimiento de superioridad y seguridad artificial, que no es tal, dado que es tan falso como vuestros modales, vuestros programas de cortexvisión y todo lo demás que os rodea, a lo que dais tanta importancia y que no es nada, porque carece de lo básico para que llegue a significar algo. Habéis creado todo un modo de vida que no tiene ni la décima parte de humanidad que este árbol, que la casa en la que estás, o que el hombre al que estás a punto de mandar a la volatilización. Supongo que para ti y todos los tuyos sólo soy un pobre viejo, demasiado mayor y cansado para tener algún valor en vuestro mundo, para tener algo que aportar, pero quiero que, cuando esto haya acabado, te hagas una pregunta. Pregúntate si, con lo que está a punto de pasar, has contribuido a que este mundo sea mejor o peor. Pero, sobre todo, si ha servido para hacer de ti una mejor o una peor persona. Porque estás traicionándome, pero, lo que es peor, estás traicionándote a ti misma, a ti misma y a todo lo que tú eres, a todos los valores que te inculcamos tu madre y yo. Estás traicionando todas las ideas que hacían de ti la persona a la que más quisimos, hasta que fuiste absorbida por este sistema que veneras, sin darte cuenta de que va en contra de todo lo que eres, porque nosotros te enseñamos, simplemente, a ser una persona. 

La dura realidad le golpeó como un puño de acero. Su padre empleó las palabras y el tono que ella supuso que utilizaría. En ese momento tuvo claro que renegaba de ella, que ya no la veía como a una hija sino como a un engranaje más del sistema de la República. 

Se sintió miserable. Al fin pudo llorar. Si albergaba la esperanza de limpiar con las lágrimas la traición que estaba cometiendo, éstas desaparecieron pronto. Su padre no dio muestra de ir a consolar a la que había considerado su hija hasta ese día. Sólo pareció asumir su destino. 

—Vámonos. No tiene sentido prolongar esta situación más tiempo del necesario. 

Sonó como un ruego más que como una orden, cansado y resignado. Ni siquiera cogió su chaqueta. No la iba a necesitar. Oyó a su hija pedir una brigada biológica por el holocomunicador. 

En la calle se frenó y cerró los ojos. Sólo quería dejar que la piel de su rostro fuese acariciada por la brisa una última vez. Su hija le dejó hacer. Ya había informado al Ministerio de que el objetivo estaba en su poder. Esta vez sí espero a que llegara un aeromóvil para transportarles.  Durante la espera sintió el irrefrenable deseo de abrazar a ese hombre, cuyo fin era cuestión de horas. Nunca en su vida había hecho un esfuerzo tan grande como el que hizo para evitar ese contacto físico, castigado por la ley. 

El vehículo aterrizo enfrente de ellos, levantando la suciedad del suelo con sus propulsores. El Ípsilon que iba a los mandos les pidió, con un gesto de la cabeza, que tenían que montar. 

Durante el trayecto hacia el Ministerio Beta-37 no se atrevió a mirar a su padre a los ojos. Por su mente desfilaban imágenes de su infancia. En todas ellas aparecía la figura del hombre que iba sentado a su lado, cuya vida tocaba ahora a su fin. Le lanzaba fugaces vistazos de reojo, sólo para comprobar que su vista se perdía por la ventanilla. Supuso que estaba despidiéndose del Sector Interior. De su hogar. 

El aterrizaje en la azotea del Ministerio fue suave, bien ejecutado. Otros dos Ípsilon, de aspecto muy similar al conductor, hicieron acto de presencia, para conducir al reo a la cámara de volatilización. Beta-37 caminaba detrás de ellos, con gesto neutro y carente de vida, contrapuesto al torbellino que se había desencadenado en su interior. Mantener esa expresión era como tratar de mover una pared con una mano. 

Varias escaleras descendentes y asépticos e iguales corredores conformaron el recorrido. Beta-37 empezó a aborrecer el blanco omnipresente en el Ministerio, su carencia de vida en forma de inmaculada uniformidad, al tiempo que se sorprendió a sí misma teniendo, por primera vez en su vida, pensamientos calificados de subversivos. 

Cuando llegaron a la sala de volatilización la joven reparó en que había oído hablar de ella en innumerables ocasiones pero nunca la había visto. Como todo, era una habitación funcional, sin adornos u ornamentos. La vacuidad de la estancia estaba rota solo por un pequeño cañón, liso y cilíndrico, que colgaba del techo. La compuerta se abrió con un sonido sibilante. Su padre entró sin oponer resistencia, a diferencia de otros condenados que trataban de aferrarse a la vida con los dedos en el cerco. Beta-37 había oído historias de gente que llegaba a golpear a los Ípsilon, en un último y patético intento de retrasar lo inevitable. 

Su padre hizo acopio de toda la dignidad de la que fue posible y accedió a la sala con la cabeza alta y la mirada al frente, tratando de borrar de ella la resignación ante su destino. Sus ojos rebosaban, empero, paz y serenidad. El hombre se situó en el centro de la estancia, encima de la marca en forma de equis que había en el suelo. Cerró los ojos. Su hija pudo ver cómo el hombre movía los labios. Recordó cuando era una niña y se arrodillaba junto con él al pie de la cama antes de dormir. Si su memoria no le fallaba lo que hacían lo llamaba rezar. Había olvidado las palabras, pero sabía que se iba a dormir llena de una paz interior y una ausencia de miedos que no había vuelto a sentir. 

El cañón empezó a emitir un zumbido, audible fuera de la sala, al tiempo que comenzó a brillar con una luz metálica. El ruido fue en aumento. Los Ípsilon permanecieron inalterados pero ella tuvo que taparse los oídos con las palmas de las manos. Un estallido de luz la cegó unos instantes. Después nada. Sólo una fina nube de partículas microscópicas de polvo que empezaban a asentarse. Su padre ya no existía. 

El extractor empezó a funcionar. Alfa-37 pudo ver como la neblina, formada por las pocas partículas que quedaban del cuerpo del hombre, ascendía a gran velocidad para desaparecer. Algo se rompió dentro de ella. En su cabeza todavía resonaban las palabras de su padre. Lo que le dolió fue darse cuenta de que él tenía razón. Era una persona, con el cuerpo de una mujer, pero estaba vacío de cualquier rasgo humano. 

No podía seguir viviendo. 

Miró al Ípsilon que estaba de pie a su derecha y dejó caer una lágrima. 


Chica Sombra

1 comentario:

  1. Hola, gracias por el relato, me ha gustado leerlo.

    Besos desde Promesas de Amor, nos leemos.

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