Bienvenidos a la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.
Hoy os dejo con Doña Clotilde, de Noa De La Croix.
Doña Clotilde solía pasar las asfixiantes tardes de agosto recluida en su casa, dormitando en su sofá, medio viendo alguna telenovela. Afuera, las calles vacías del pueblo manchego ardían resplandecientes, como incendiadas por el implacable sol. La época estival en la localidad albaceteña de Jorquera se extiende de marzo a diciembre. El intenso calor seco agosta las tierras, haciendo imposible la vida. Los escasos tres meses de invierno se podrían resumir en una helada gris.
En consonancia con el despiadado clima, sus gentes también son duras y solitarias; acostumbrados a vivir en su elegido cautiverio.
Clotilde, durante todo el verano dejaba las persianas echadas para aislarse, en lo posible, del fuego del exterior. Como una noche interminable. Desde que falleciera su esposo, hace ya tantos años que ni sabría contarlos, vivía sola con la única compañía de su televisor y alguna breve conversación en la tiendita de Julia. Conversaciones fútiles que no le agradaban, por lo que, desde hacía años, decidió encargar la compra para que se la entregaran directamente en su domicilio. El marido de Julia, todos los viernes por la tarde, acudía con su furgoneta a entregarle el pedido. Con él cruzaba apenas dos palabras y solía dejarle un euro o dos de propina. Por la molestia. El hombre aceptaba la moneda sin agradecimiento alguno, desdeñándola en silencio, despreciando el gesto con la falsa creencia de que merecía más. Antes, cuando salía para realizar sus compras, todo eran cuchicheos, chismes y maledicencia. A la gente le gusta meterse donde no le llaman. Siempre andaban con el runrún. Su difunto esposo, que en paz descanse, era una persona pudiente; a la sazón el más rico del pueblo. Desde el principio hubo habladurías malsanas. Que si se casó por interés, que si le engañó diciéndole que estaba encinta. Clotilde y Alfonso se casaron en primavera y el pobre hombre, tan joven y apuesto como era, ni siquiera llegó a las navidades. Aquel 21 de diciembre, las fúnebres campanadas silenciaron Junquera, y un manto de susurros recorrió la pequeña localidad. Un hombre sano y recio decían, no cabe en la cabeza de nadie que pueda morir así, tan de repente. En aquel entonces no se hacían autopsias ni se investigaba todo milimétricamente como ahora. Tan solo se decía que así lo había querido Dios. Se velaba una noche entera al finado y, al alba, todos los habitantes del pueblo lo recorrían detrás del coche fúnebre hasta el cementerio y punto.
Tras enviudar tan prematura e inesperadamente, Clotilde se aisló aún más; no salía para casi nada de casa, que era la más llamativa del pueblo. Grande, distinguida, más alta que las de alrededor y cercada por un enrejado negro que culminaba en agujas. El tejado se disponía a dos aguas, como en las villas, no el techado plano de las casas de labor. Su esposo así la encargó antes de su boda, para diferenciarse del resto. Esa distinción que en un principio le satisfacía, se había convertido a la postre en un dedo acusador. Doña Clotilde era una vieja triste y solitaria a la que todo el mundo se creía con derecho a juzgar. Hasta despreciaban las propinas que daba. Esa es la casa de la vieja avara, decían. La casa de la vieja que había acabado con la vida de su joven esposo. Una bruja mezquina y codiciosa. ¿Qué iban a saber ellos…?
Aquella funesta y exasperante tarde de agosto, Clotilde veía la televisión, como siempre. Risas histriónicas y comentarios absurdos llenando horas y horas de su tiempo baldío. Clotilde daba cabezadas, perdiendo el hilo de cualquier historia. Los presentadores del programa gritaban haciendo aspavientos grotescos, como en un circo de antaño. Llorando hasta el hipo para, a continuación, abrazarse desconsolados. Un espectáculo que, si no fuera tan patético, daría risa. La telenovela había terminado. Su bata de lino, húmeda por el sudor, se le pegaba en las axilas. Resultaba imposible conciliar un sueño reparador. De pronto, sonó el timbre de la puerta. Su sonido estridente quedó colgando del aire calmo y espeso: diinngg doonngg diiinngg dooonngg. Dos llamadas secas, exigentes, casi con urgencia diríase. Clotilde se alarmó. Se extrañó. El timbrazo parecía reverberar. La respiración de la mujer se agitó por la sorpresa. La única persona que tocaba su timbre era el marido de Julia, y él solo acudía los viernes por la tarde. Un martes no iría y, además, nunca llamaría con tal énfasis. La mujer se levantó del sofá y, arrastrando sus zapatillas por el terrazo, llegó hasta la puerta y observó por la mirilla. Afuera había una mujer joven. Bien vestida, bien peinada. Incluso a través de la puerta percibía su acalorada agitación. El flequillo rubio, pese a la laca, se le empezaba a pegar a la frente por el sudor. La extraña, al percibir que Clotilde se hallaba al otro lado, esbozó una sonrisa radiante. Era guapa, muy guapa. Resultaba evidente que no era del pueblo, hecho este que jugaba a su favor. Clotilde sopesó si abrir o no la puerta. En un día normal, ni tan siquiera se habría levantado a mirar, pero aquel día aciago fue distinto y la mirada azul y amable de aquella chica la persuadió para abrir la puerta.
—¡Oh, gracias a Dios! No sabe cuánto le agradezco que me haya abierto —exclamó la joven —. Verá, iba con mi coche por la carretera y se me ha estropeado. He conseguido salir al arcén y, al ir a llamar al seguro y a la guardia civil, descubro que no tengo batería. El móvil está muerto. Increíble —se lamenta exhibiendo entre las manos la pantalla negra del dispositivo. ¡Imagínese! Con este calor. Pensé que me moría. Por favor, ¿me dejaría entrar en su casa para utilizar un teléfono fijo y beber algo?
La chica era nerviosa y menuda. A la anciana le conmovió la narración. Evidentemente, la chica se hallaba en muy mala situación. Su maquillaje parecía estar deshaciéndose y la blusa, elegante, se transparentaba por el sudor. Pese al sofoco, olía de maravilla. La mujer abrió la puerta del todo y se apartó para dejarla pasar.
—Claro, hija, pasa, pasa, que te va a dar algo con este calor. Han dicho en el telediario de las cinco que estamos a cuarenta y seis grados ahora mismo. Lo peor es que por la noche tampoco baja de los treinta. Es un sofoco. Pero pasa, pasa, que estamos a muchos kilómetros de nada.
—No sabe cuánto se lo agradezco. Muchísimas gracias —decía la joven mientras se apartaba el pelo de la cara—. Por cierto, me llamo Sara, aunque todo el mundo me llama Sarita.
A la anciana aquel diminutivo le causó hasta cierta ternura.
—Yo soy Clotilde. Te traeré un vaso de agua fresca, no sea que te dé un golpe de calor, cielo.
Dejó a Sarita en la sala de estar y fue a por el agua. Al volver, se extrañó de la tranquilidad que emanaba de la chica. El nerviosismo inicial la había abandonado, y no hacía intención ni de coger el teléfono, como habría sido lo lógico, sino que miraba divertida la televisión. Clotilde dejó el vaso con agua en la mesita y le acercó el teléfono. Al empujar la mesa supletoria donde se encontraba el aparato, sobre el tapete de ganchillo, vislumbró el bolso semi abierto de Sara y descubrió, con horror, que el móvil que había en su interior brillaba como una estrella. Desvelado el engaño, Clotilde sintió que se hundía en una piscina de pegamento. Maldita hija de puta, pensó. Se había colado en su casa con su cara de mosquita muerta con la premeditada idea de robarle, de matarla tal vez, si fuera preciso. Un odio incontrolable se extendió por los vasos sanguíneos de la anciana, como si de un virus se tratase. Levantó un poco la persiana para comprobar si alguien esperaba a la chica en la calle, pero fuera no había ni una sombra. Desconocía dónde habría dejado el coche, pero allí no estaba. Ante el indefinible peligro que la acechaba, Clotilde se decidió a actuar. Debía tomar la delantera a aquella hija del demonio.
—Mira, te había traído agua, pero, con este calor, la verdad que mucho mejor una limonada casera. Nos sentará estupendamente. Quédate aquí mientras la preparo y no llames a nadie hasta que hayas repuesto fuerzas.
Aquello pareció complacer a la chica, que sonrió agradecida y comenzó a tutearla.
—Clotilde, eres un encanto. De veras, no te molestes.
—Por favor, no hagas caso a ese programa, es un verdadero espanto.
—Jajaja —rio la joven, completamente relajada.
De vuelta a la cocina, la anciana machacó un buen puñado de las pastillas que tomaba para dormir: zolpidem, flurazepan, más otro puñado de relajantes musculares. Es lo bueno de ser anciana, que las recetas se consiguen con facilidad. Exprimió tres limones y mezcló el jugo con el polvo narcótico que procedió a diluir con agua fresca de la nevera, azúcar moreno, hielo y una ramita de menta que disimularía cualquier rastro de sabor medicamentoso. Le gustaría. Preparó otro vaso para ella, idéntico, salvo por el cóctel de fármacos, y se dirigió a la salita.
—Bueno, aquí están los refrescos. Verás que ricos. El grande es para ti. Uno pequeño para mí, que ya mi vejiga no es la que era.
La chica bebió un trago pequeño y exclamó:
—¡Qué rica, por favor! Me encanta. –Ingirió el resto de la bebida de un solo trago, casi con ansia.
—¿Conoces El Amor es Imperecedero? Es la nueva telenovela que estoy viendo. Es mejicana y lo tiene todo: acción, amor, humor… lo tiene todo. Hasta chicos guapos. Me encanta y no tiene mucho reconocimiento, pero es estupenda. Lo peor es que cuando acaba empieza Rescátame, limón.
La cabeza de Sara empezó a dar vueltas como si estuviera en un tiovivo. La voz de Clotilde parecía llegar de todas partes, sus ojos no aguantaban el peso de sus párpados.
—Me encuentro muy mal —logró balbucear la chica mientras se desmoronaba en el sillón, como una muñeca de trapo, con las piernas ya en el suelo.
—Mi niña, debe ser el calor. Recuéstate y en un ratito estarás bien —la consoló la anciana, casi con la dulzura de una madre primeriza.
Los ojos de Sara se tornaron blancos y un hilillo de saliva se descolgó de sus sensuales labios rojos. Clotilde estimó que tal vez había puesto demasiados medicamentos para un cuerpo tan pequeño; tal vez no había calculado bien. La chica no pesaría ni cincuenta kilos y a saber cuándo habría hecho su última comida. Malditas modas… Aunque, bien pensado, la pequeña talla de Sarita le haría las cosas más fáciles. En pocos minutos, la chica emitió un gruñido seco y un ronquido. Había caído, estaba inconsciente. Clotilde fue al dormitorio a por una manta que dispuso bien estirada en el suelo de la salita. Fue estirando a la joven por los pies hasta colocar lentamente todo su cuerpo sobre el trapo. Pesaba menos que una muñeca y Clotilde era una mujer recia a la que en su juventud la comparaban con Sofía Loren. Una mujerona, vaya. Cuando todo el cuerpo estuvo sobre la manta, agarró las puntas y, arrastrándola, la deslizó por el terrazo de la vivienda. Abrió la puerta de la despensa e introdujo a Sara. A continuación, ató sus piernas con una cuerda y cerró la puerta. Al terminar la tarea, se dio cuenta de que sudaba profusamente por el esfuerzo. Se remojó el rostro en la pila, secando el sudor de su pecho con papel de cocina. Bien hecho, Clotilde, se dijo, ninguna zorra te va a poner en apuros.
Bebió otro trago de limonada y preparó otra jarra con narcóticos que dejó dentro de la despensa, cerca del desfallecido cuerpo de la joven. Cuando dentro de unas doce horas despertara, sentiría una sed irrefrenable y volvería a beber y, a su vez, volvería a caer en brazos de Morfeo. En dos o tres días, la debilidad sería insostenible; eso si no se iba antes al otro barrio. Por hija de puta. Bien merecido lo tenía. Volvió a la salita, cogió el móvil y lo destruyó. Luego metió la tarjeta SIM en el microondas hasta que salieron chispas. Clotilde había visto en televisión que la policía podía localizar los móviles, o eso decían. Por si acaso, del de Sara solo quedó un gurruño humeante.
La despensa en la que había sido encerrada Sara era una habitación interior, aislada por gruesos muros de piedra y carente de ventana o ventanuco. Una celda. Si despertaba y gritaba, nadie escucharía sus gritos.
Clotilde volvió a su butaca, puso el volumen del televisor casi al máximo. En la pantalla, un presentador berreaba:
-Pero, por favor, pero, por favor, Lidia, o te pones mirando a la pared o abandonas el plató.
Los ojos de Clotilde se volvieron vidriosos por la risa mientras se servía un chupito más de anís El Mono, nada de sucedáneos. Ahora sí le estaba encontrando la gracia al programita y rio con ganas.
***
Sara sentía un malestar indescriptible. Percibía un dolor sordo en todas las articulaciones, una sequedad de boca hasta tal punto de no poder ni tragar saliva, y calor, un calor insufrible. Sin embargo, le costaba salir de su letargo; se sentía como una mosca atrapada en una cinta atrapamoscas. Poco a poco fue recuperando la consciencia. No sabía dónde se encontraba, pero, como en un rompecabezas, las piezas de sus recuerdos se iban colocando. Recordaba ir con su vehículo en busca de alguna anciana a la que sacar algo de dinero. No resultaba difícil. Ancianas solas de zonas rurales a las que daba confianza, les brindaba compañía y un poco de conversación. Cuando se relajaban, solía venir lo de: no tengo dinero para volver a casa o tengo una deuda que me agobia, decía lo que se le ocurría en cada momento. Era creativa. Si le servían café, bingo, la cosa sería fácil. Pasó delante de una casa señorial que le llamó la atención y no pudo más que probar suerte. Recordó la limonada y, de pronto, todo se fundió en negro. Las piezas terminaron de acomodarse y todo encajó.
En ese momento, el horror la cogió del cuello como si fuera un perro de presa y la orina, cálida e irritante, se deslizó entre sus muslos. Abrió los ojos, pero no conseguía ver nada. Descubrió que sus piernas estaban atadas una a la otra con una brida de plástico. Empezó a gemir, asfixiada por un miedo insoportable:
—Socorro, socorro. ¿Dónde estoy?
Pero su voz era apenas audible. Fue siguiendo con las manos el contorno de la habitación. Paredes de piedra viva. No había salida. La habían encerrado. Sus ojos se le salían de las orbitas en mitad de una oscuridad absoluta. A pesar de la angustia paralizante, recordó que nadie sabía que estaba allí. Antes, cuando cometía sus fechorías, se lo decía a una amiga, a la que le indicaba la zona por la que se movería. Pero se había confiado tanto…Maldita sea. Maldita sea. Iba a morir como una rata en una trampa. El terror pareció infundirle algo de fuerza y gritó todo lo que pudo profiriendo un aullido desesperado.
—Socorro, sácame de aquí. SÁCAMEEE DE AQUÍII.
Mientras chillaba, seguía buscando con las manos una pequeña grieta en la pared. Las uñas de gel se fueron rompiendo como si fueran de papel, los dedos palpitaban y olía ya la sangre que impregnaba sus manos.
Perdió la noción del tiempo. Ya no podía gritar. Tenía la garganta en carne viva.
En sus locas acometidas, rodando por el suelo como un gusano, tiró un recipiente de cristal que, por el sonido que hizo, contenía algún líquido. Casi deshidratada, ingirió ávidamente lo que restaba de su contenido dándose cuenta de que era la maldita limonada. Puta vieja, quiso gritar ya sin fuerzas, pero de sus labios solo salió: Uta ieja. No sabía cuánto tiempo había dormido cuando, de repente, oyó unos toques en la puerta. Al otro lado estaba la anciana. ¡Por fin! Se habrá arrepentido, habrá entrado en razón, pensó. Asumiría la humillación y no volvería a hacer algo así.
—Sarita, ¿me oyes? —inquirió doña Clotilde, en voz baja, pero firme.
—Sí, sí —consiguió articular Sara.
—Te diré lo que vamos a hacer.
—Sí, sí —repitió la chica, viéndose ya cerca del final de su calvario.
—No vas a gritar más. Solo puedo oírte yo y, la verdad, prefiero escuchar la telenovela, ¿de acuerdo?
—Dacuedo —convino la chica, intentando no perder de nuevo la conciencia.
—Bueno. Estate tranquila, cielo. He llamado a la tienda para que esta semana no me traigan el pedido. Así no te molestan.
Tras una breve pausa para la esperanza, el horror volvía, si cabe, con más fuerza.
—SÁACAAAMEEEEE —aulló Sara como un animal.
—¿Qué te he dicho de gritar? Zanjó la anciana para proseguir en un tono neutro y contenido—. Cuando ya no me contestes, entraré ahí e iré haciéndote pedazos con mi hachuela. Trozos no muy grandes, que yo pueda enterrar con facilidad en el jardín, ¿cómo lo ves, cielo?
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