Relato Halloween: `Bajo la piel´ por Tara Rodríguez




Podía sentirlo. Se arrastraba por todo su cuerpo como una serpiente se desliza por el árido suelo. Durante semanas, había tratado de no hacerle caso, ignorar sus movimientos, pero llegó a ser tan molesto que ya no podía dejarlo pasar. No después de oír aquella palabra en su cabeza. 

Leila hizo memoria, recordando el primer día que notó su presencia: estaba en la cocina, preparando la cena junto a su familia para celebrar que sus tíos habían venido a verlos desde Israel, cuando un cosquilleo constante en la nuca la desconcentró. Empezó a rascarse, cada vez más fuerte, tanto que acabó rasgando la piel. Su madre le había preguntado sobre aquella herida y ella, encogiéndose de hombros, le contestó que lo más probable era que le hubiera picado algún insecto. Fue un incidente aislado al que se sumarían varios más. Dos días después, al visitar la sinagoga de su pueblo para hablar con la familia de David, el niño que iba a celebrar su bar mitzvá la semana siguiente y del cual ella se encargaba del catering de la celebración, tuvo que salir corriendo del lugar al sentir cómo su estómago se agitaba. El dolor fue tan punzante que acabó en el hospital.

Estuvo varias semanas sintiendo cosquilleos, dolores y punzadas en su cuerpo. Los médicos le dijeron que podía tratarse de alguna reacción alérgica, nervios por el estrés del trabajo o de cambios hormonales. Ella no se creyó ni una palabra de aquello, pero aceptó tomarse los medicamentos que le mandaban, los cuales iban quedando olvidados en el botiquín del baño al ver que nada funcionaba.

Una tarde, mientras leía una novela de un conocido escritor de terror en el salón de su casa, empezó a oír un murmullo. En un principio pensó que se trataba de sugestión, al fin y al cabo, estaba leyendo una historia de fantasmas; después, sus sospechas fueron para su vecina, a la cual le gustaba cantar mientras hacía las tareas del hogar, pero lo sentía demasiado cerca. Aquella noche no pudo dormir.

Al día siguiente, se despertó con la sensación de que alguien la observaba. No sabía cómo expresarlo, pero era como si la estuvieran acechando muy de cerca, casi desde el interior. Aquella misma mañana, el eco de su se cabeza fue incrementando: ya no era un susurro, sino más bien un tarareo, como si alguien le estuviera cantando al oído. No podía entender qué le decía, pero aquella melodía se mantuvo con ella durante días.

Empezó a pensar que se estaba volviendo loca. Visitó a un psiquiatra, el cual le recetó antipsicóticos por la voz que escuchaba. Pero no la hizo callar, al contrario, fue aumentando, hablando en lenguas extrañas que Leila no sabía descifrar, y decidió dejar las pastillas. Por las noches, comenzó a tener largas charlas con la voz, la cual le contaba historias de tiempos remotos, mientras su cuerpo dormía. Pensó que todo aquello era su imaginación, sueños de una mente inquieta, pero los episodios empezaron a ocurrir también al estar despierta. 

La voz demostró tener cada vez más presencia. La escuchaba a todas horas, cantando canciones antiguas y diciéndole que debería estar muerta. También experimentaba pesadillas y visiones en las cuales era llevada a un lugar lleno de sangre y cenizas. Leila estaba cada vez más asustada. Y el picor que sentía bajo la piel se hacía cada vez más intenso.

Un día, después de darse una larga ducha y tratar de relajarse, notó como si tuviese algo en su ojo izquierdo. Al mirarse en el espejo, vio durante unos instantes otro iris al lado del suyo. Abrió y cerró los párpados varias veces, lo que hizo desaparecer la ilusión. Y eso es lo que ella quiso creer que era: una invención de su mente.

Pero la realidad era muy distinta, y pasados dos días más, ya no supo qué hacer. Visitó a médicos, psiquiatras e, incluso, rabinos que le aseguraban que podría tratarse de un demonio; un dybbuk. Leila, que a pesar de ser judía era bastante escéptica, empezó a creer de nuevo y pidió que le realizaran un exorcismo. El rabino de su congregación accedió, pero debía prepararse para ello, por lo que tardaría unos días en hacerlo.

Pero a ella ya no le quedaba tiempo. Seguía sintiendo algo en su interior, como si tuviera gusanos alimentándose de su sangre. Y, entonces, llegó la voz, clara como el canto de un ruiseñor, pronunciando tan solo una palabra: «Hazlo».

Y Leila no lo dudó. Cogió un cuchillo de la cocina, el más afilado que encontró, y miró hacia su antebrazo: la piel ondeaba bajo su atenta mirada. Empezó a cortar su carne, dibujando un cuadrado perfecto con la hoja afilada. No le importó el dolor, tan solo quería ver qué se escondía en su interior. Se arrancó la piel con un movimiento rápido, y ahí estaba, adherido a sus músculos y tendones: una pequeña mano de largos dedos, negra como el carbón. Al sentirse al descubierto, se deslizó hacia adentro, ocultándose de nuevo en ella. La prueba de que no estaba loca. La demostración de que algo sobrenatural le pasaba.

«Hazlo».

Volvió a decir la voz, y Leila cortó de nuevo. Esta vez, un pedazo de su mano, pero no vio nada. Se quedó paralizada al verlo todo manchado de rojo escarlata, como si volviera en sí después de un estado catatónico. Tiró el cuchillo a un lado y chilló con todas sus fuerzas. Cayó al suelo, sollozando, tapándose con la mano que le quedaba intacta las heridas que se había auto infligido, pero la sangre no dejaba de manar, así que se dirigió al baño en busca del botiquín. Al abrirlo con dedos temblorosos, varios botes de pastillas cayeron en la pica. «Hazlo». Se miró en el espejo, pero su reflejo era diferente. Estaba distorsionado y la miraba con una sonrisa burlona. «Hazlo y así descubrirás al fin quién soy».

Con las lágrimas aún en sus mejillas, regresó al salón y cogió de nuevo el cuchillo. Se desnudó ante el espejo con lentitud, alargando el tiempo; tratando de asimilar lo que iba a hacer. Y, entonces, mutiló uno de sus muslos. Nada. Lo probó con el otro, viendo su piel cayendo al suelo como si de una prenda de ropa arrugada se tratara. Cortó sus brazos, su cuello y parte del rostro, pero en esa zona tuvo que parar por miedo a sacarse un ojo; los necesitaba para ver.

Siguió con un trozo de abdomen y divisó algo negro aferrado a sus músculos. «Ahí estás», pensó, e hizo un gran tajo en sus pechos, de los cuales se podía ver masa, grasa y venas de varios colores. Todo el suelo acabó lleno de carne, piel y sangre. Leila no entendía cómo podía estar aún consciente, pero dedujo que era porque la criatura así lo quería; era quien realmente controlaba su cuerpo. Cortó trozos pequeños y grandes, arrancando con ansia su ser para ver el aspecto de aquel demonio. Músculos, venas y arterias fueron seccionadas sin miramientos ante las ansias que sentía por conocerlo, dejando regueros de fluidos por todas partes. El dolor era tan intenso que pensó que se desmayaría. Le costaba respirar y estaba aturdida, pero no se rendiría. El ser no se lo permitía. Se miró en el espejó y lo vio: una extraña forma negra abrazada a ella como un tumor a un enfermo. Palpitaba y tarareaba la misma canción del primer día. La miró sin ojos, y sonrió con un agujero lleno de dientes afilados.

Y Leila cayó. Sintió cómo el demonio se alejaba de ella a la vez que su vida se marchaba de su cuerpo. Le echó una última mirada antes de irse directa al infierno.

***

El dybbuk contempló su obra. Siempre quiso saber qué se sentía al ser desollado en vida, y hoy, al fin, lo había conseguido. Miró alrededor con orgullo, viendo cómo la carne empezaba a corromperse. Había sido uno de sus huéspedes favoritos, junto a aquel músico que se ahorcó con las cuerdas de su violín y la mujer que se ahogó en su propia sangre, aunque en esa ocasión estuvo muy cerca de volver al inframundo debido a que un rabino, hermano de la humana, estuvo a punto de descubrir su nombre mientras le hacía un exorcismo improvisado en aquel sucio campo alemán, aunque le dio un escarmiento. Digamos que, después de arrancarle la lengua de un mordisco, ya no pudo decir ni una palabra más. 

Pensó en sus inicios, cuando se dedicaba a poseer los cuerpos y expulsar las almas al infierno. Se alojaba en ese amasijo de carne durante años, haciendo alguna que otra maldad, aunque pasando bastante desapercibido. Pero, con los años, empezó a sentir que todo era muy aburrido y decidió ir subiendo el nivel de caos que provocaba en el mundo, hasta llegar al punto que se encontraba hoy, provocando que las personas cometieran suicidios de la forma más espantosa posible para sentir un dolor extremo; y cada vez necesitaba emociones más fuertes.

Sonrió de nuevo, pensando en cuál sería su próxima víctima. Relamiéndose de placer al imaginar cómo sería ser devorado vivo.


Chica Sombra

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