Hoy tenemos un nuevo relato para la III Convocatoria de Cuéntame un cuento, sección en la que vosotros sois los protagonistas.
Si tienes un relato y quieres que te lo publiquemos, no dudes en mandarlo a webchicasombra@gmail.com, con un máximo de 3000 palabras. El género es libre. Los seleccionados serán publicados aquí en la web. Más tarde, se elegirán los mejores de estos y se formará una antología, la tercera de Chica Sombra.
Hoy os dejamos con `El final del desastre´, de Facundo Giliberto.
I
Imposible. Sabía que era imposible. Sin embargo, ahí estaba el monstruo. Marcos Lattanzio se dejó caer sobre el mullido sillón del despacho del hospital general. Necesitaba unos minutos sin pensar. El corazón le latía en las sienes con un martilleo lacerante. Se masajeó distraídamente la frente para aliviar la presión. Al desabrocharse el pesado reloj de pulsera, notó que su pulso temblaba. Sonrió irónicamente. Veinticinco años desafiando a la muerte, y ahora, sin siquiera haber tocado un bisturí esa tarde, temblaba. Se frotó las manos. Sudaba frío. Era imposible, y lo sabía. La máquina indicaba la ausencia de ondas cerebrales y, sin embargo, los ojos y la sonrisa del sujeto sugerían lo contrario. Aquello, sin lugar a dudas, desafiaba absolutamente todo lo conocido. Al diablo con los libros de medicina, hay que reescribir todo de nuevo. ¿Cómo es posible que la propia muerte pueda concebir vida dentro de sí misma? La pregunta lo aterraba, más por su misteriosa naturaleza que por las posibles implicaciones para el mundo. No quería conocer la respuesta. Ni siquiera quería estar allí. Basta, no pienses, se reprochó. Ninguna conclusión que pudiera sacar ahora lo llevaría a nada útil. No pensar era lo realmente útil en aquel momento.
Necesitaba descansar. Se recostó en el respaldo y cerró los ojos, esperando despertar y descubrir que todo había sido una maldita pesadilla. Pero sabía que no iba a ser así. Respiró profundo, dejando que el aire exhalado se llevara el cansancio y que la oscuridad lo envolviera en un sueño ligero. Dormir ahora era un lujo. Ya lo sabía. Después de tantos años como especialista en medicina interna, había descubierto que todo en la vida era un lujo: cada trago de agua, cada bocanada de aire, cada gota de lluvia, cada brisa... Todo se volvía tan hermoso como imprescindible cuando tu trabajo era caminar por la cornisa que separa la vida de la muerte y rescatar a las personas que cuelgan de allí.
Nada. No pienses. Volvió a respirar, esta vez más profundo, y todo aquello en lo que podía llegar a pensar se disolvió en la negrura del ensueño. Sin embargo, algo había allí. Algo que no lo iba a dejar tranquilo. Unos ojos amarillos que parpadeaban. El olor putrefacto de la muerte. Una sonrisa maldita. Una mano podrida que se extendía para tomarlo y empujarlo hacia un mundo sin retorno. Los dedos fríos se aferraron a su muñeca. Quiso zafarse, pero la mano atenazaba con una fuerza sobrehumana y tiraba, lo arrastraba hacia la oscuridad. Entonces gritó, gritó con fuerza y...
—Doctor, doctor —la suave voz de la enfermera—. ¿Se encuentra bien?
El doctor Lattanzio abrió los ojos. Se sentía sobresaltado. La enfermera lo miraba preocupada. Un sueño. Eso es todo. Un mal sueño. Miró a la enfermera y asintió, sonriendo con amabilidad.
—Estoy bien, Ana. Gracias.
—Disculpe, no quería interrumpirlo, pero usted me dijo que...
—Lo sé. Gracias, Ana —le dijo, tomándole la mano con suavidad—. Usted es una maravilla. Vaya tranquila.
Ana asintió y se volvió hacia la puerta, alejándose con pasos silenciosos y apresurados. Sacó del bolsillo de su pantalón un pañuelo y se enjugó la frente perlada de sudor. Tomó su reloj y lo ajustó en la muñeca. Las agujas le decían que habían pasado veinte minutos, aunque su cuerpo tenso y cansado opinaba que habían sido diez, a lo sumo quince, desde que había cerrado los ojos. El dolor de cabeza seguía lamiéndole la frente con un ritmo soez y burlón.
El doctor se paró y encaró hacia el pasillo que conducía hacia la sala número diecinueve, a enfrentar nuevamente al abismo de la muerte, esperando que no le devolviera la mirada.
II
Siempre el mismo ritual, pensó. Antes de entrar, se tomó dos segundos para respirar y permitirle a su cuerpo que la tensión aflojara. Su mano descansó momentáneamente sobre el escáner biométrico antes de que la puerta automática se deslizara con la lentitud de la inevitabilidad. En esos fugaces milisegundos, la sala se proyectó en su mente: el Dr. Carlos Villar absorto en su computadora, vigilando atentamente que no se le escapara ningún dato; la Dra. Daniela Giménez, pluma en mano, capturando quién sabe qué apuntes en su hoja, tal vez un ejercicio para liberar estrés más que de carácter práctico para la investigación; los enfermeros, inquietos y ansiosos, danzando con instrumentos médicos en mano. Y, en el lado este de la sala, el elefante en la habitación: la cápsula que albergaba al monstruo. Intentó apartarla de su mente, pero no pudo. Allí estaba, en su imaginación, en la vida real, y daba la sensación de que allí iba a estar hasta el fin de los tiempos.
Adentrarse en la sala significaba saludar con una inclinación de cabeza al Dr. Villar, intercambiar breves palabras con la Dra. Giménez y sumergirse nuevamente en el desafío de dialogar con la criatura. El ritual persistía, inmutable como el paso del tiempo. La puerta se abrió y un sutil soplo de aire fresco lo recibió cuando cruzó el umbral de la sala diecinueve. Avanzó con pasos firmes, consciente de que cada encuentro con el monstruo llevaba consigo un peso único. Siempre el mismo ritual, resonó en su mente, como una letanía que marcaba el compás de su labor. La puerta se cerró tras él con un susurro mecánico, encapsulándolo en la atmósfera singular de la habitación. La mirada de Villar buscó la suya, y una inclinación de cabeza fue su respuesta.
III
Deseó encontrarlo muerto. Bueno, más muerto de lo que estaba. Deseó con todas sus fuerzas que el monstruo ya no respondiera, que cesara de lo que sea por lo que estaba luchando, que ya no volviera. Pero habían pasado ya más de veinte días, y el deseo que se repetía cada vez que ingresaba en la sala iba perdiendo su fuerza. Temió que llegara el día en que se apagara por completo, porque eso sería indicio de que habría perdido toda la esperanza. Habían sido unas semanas durísimas, y sabía que era apenas el comienzo. No porque tuviera ninguna certeza científica, sino porque lo intuía. Esto era recién el comienzo, y ese era un pensamiento que dolía.
—¿Alguna novedad? —le consultó a la doctora Giménez.
—Ninguna significativa, doctor —comenzó la doctora Giménez, su voz resonando con un matiz cansado—. El patrón persiste; el paciente sigue comportándose de manera errática, pero con una regularidad desconcertante. Cada cierto intervalo repite algunos gestos y frases. No es aleatorio, pero aún no hemos logrado descifrar la lógica detrás de sus acciones.
El doctor Lattanzio asintió, aunque la frustración se dibujaba en su expresión. La incertidumbre era una carga difícil de llevar.
—Respecto al virus —continuó la doctora—, su avance es lento, pero sigue siendo impredecible. Hemos observado patrones en su comportamiento, pero, cada vez que creemos entenderlo, presenta una variante. Además, hemos detectado variaciones en su expresión génica. Parece mutar en respuesta a factores externos, aunque la lógica detrás de estas mutaciones no sigue las reglas habituales. Estamos en terreno desconocido, doctor Lattanzio. Este virus, si podemos llamarlo así, es una entidad biológica altamente adaptable y, francamente, estamos lidiando con algo que está más allá de nuestra comprensión actual. —Se detuvo un momento antes de continuar—. Por otro lado, hemos tenido que ajustar la temperatura de la cápsula para ralentizar el proceso de descomposición del cuerpo. Pero, doctor, estamos llegando a un punto en el que debemos considerar...
Se detuvo, dejando su frase sin terminar, haciendo sentir el peso de los puntos suspensivos en el aire. La mirada de la doctora hacia su colega estaba cargada de preguntas no formuladas, interrogantes sobre la ética y la inevitabilidad del proceso. ¿Cuándo será el momento adecuado para permitir que la naturaleza siga su curso? ¿Cuándo deberíamos dejar que el cuerpo se descomponga como debería ser? El doctor Lattanzio captó esas preguntas en su mirada, pero permaneció en silencio, consciente de que algunos dilemas no tenían respuestas fáciles. Él también se había hecho la misma pregunta: ¿Hasta cuándo? Supuso que era un interrogante que todos allí compartían. Sin embargo, nadie la había pronunciado en voz alta, y supuso que así era mejor. Era una forma de conservar su humanidad.
—¿Hay alguna pista sobre qué podría motivar estos comportamientos repetitivos? ¿Algún estímulo específico que desencadene estas acciones? —Era una pregunta cuya respuesta ya conocía; no era la primera vez que la formulaba y, aunque la investigación requería una constante actualización, en este sentido la cuestión no había presentado cambios significativos. Simplemente había que romper el silencio.
La doctora, agradecida por el cambio de tema, respondió de memoria:
—Es una de las líneas de investigación en curso. Hemos intentado introducir varios estímulos, pero aún no hemos identificado uno que cause una respuesta consistente. Parece que el virus y el comportamiento del paciente están entrelazados de una manera que va más allá de los estímulos externos convencionales.
El doctor asintió. Finalmente, se acercó a la cápsula. El dolor de cabeza volvía a latir en la sien.
IV
La cápsula ovalada resplandecía con una tenue luz azulada, y se erguía en sus dos metros de altura sobre una base metálica. El cristal transparente tenía un grosor de unos ocho centímetros y era altamente resistente, cumpliendo su labor de no comprometer la seguridad del personal ni la efectividad del estudio. En la parte superior de la cápsula, una serie de cables y sondas con ventosas que se adherían en la cabeza del paciente, permitiendo la administración de medicamentos y la extracción de muestras biológicas de manera controlada y segura.
A unos metros, un tablero con un monitor mostraba los gráficos en tiempo real de los signos vitales inexistentes del paciente: un electrocardiograma, lo que debería ser una representación tridimensional de la actividad cerebral que mostraba absolutamente nada, y datos biométricos que evidencian la rápida degeneración física. Luces parpadeantes indicaban la gravedad de la infección. A un lado, el botón azul con el que se activaba el micrófono interno y externo para comunicarse con el sujeto en estudio. El monstruo seguía parado; los electrodos aún aferrados en la cabeza, como si fuesen una extensión de él.
Monstruo. La palabra resonaba en su conciencia con un eco desagradable. Se reprochaba internamente cada vez que su mente se atrevía a etiquetar de esa manera al individuo que yacía en la cápsula, y era una cuestión que iba más allá de la ética profesional. El monstruo tenía nombre: Héctor Contreras, con el grado militar de Mayor, un piloto de la Fuerza Aérea cuyos méritos lo llevaron a comandar una de las misiones espaciales más importantes de la historia. Ahí estaba y no estaba al mismo tiempo… Había un cuerpo allí dentro, aunque sabía que ahora no era más que el saco de huesos y carne que alguna vez albergó en su interior a una persona. La transformación del paciente había sido tan radical, tan alejada de lo humano convencional, que su mente se aferraba a la única palabra que parecía abarcar la magnitud de la tragedia: monstruo. Bien, era un término deshumanizante, que simplificaba la complejidad del ser que ahora enfrentaba aquella terrible enfermedad. Su conciencia le recriminaba, pero su raciocinio necesitaba llamarlo de esa manera. Ese era su consuelo.
El doctor se aproximó al cristal de la cápsula, observó su propio reflejo —evitando todo lo que pudiera la mirada de aquel sujeto sin vida— y vio las cicatrices del sufrimiento en los pliegues de aquellas arrugas que se hicieron notar más con el correr de los últimos días. Fue entonces cuando el monstruo se acercó a él y sonrió. Esto ya no es la pesadilla, pensó Lattanzio, esto es real, aquí estás, despierto. Ahí estaba, frente a él, como una grotesca caricatura de su antigua forma humana. La carne, en descomposición acelerada, pendía en jirones oscuros y viscosos, revelando una amalgama de tonos verdosos y violetas. Su piel, ahora translúcida, dejaba al descubierto una red de venas negruzcas que parecían serpentear bajo la superficie en un macabro baile de corrupción. Los ojos se habían convertido en dos orbes amarillentos, con las cuencas hundidas en la desfigurada masa facial. Como si fuese el gesto de amenaza de un primate, mostraba los dientes manchados que emergían de sus encías mutiladas. El doctor presionó el botón azul activando el micrófono interno.
—Mayor Contreras, parece feliz de volver a verme —dijo con apatía. El monstruo apoyó una mano descompuesta en el cristal. El doctor pudo ver la piel translúcida desgarrada y los gusanos moverse entre las falanges—. Necesito que sigamos hablando, si es tan amable —continuó el doctor. El monstruo deslizó la mano lentamente hacia abajo, dejando una mancha amarillo verdosa en su camino. Ya no sonreía.
—Suga —dijo el monstruo, con una voz acuosa. Nada. No significaba nada. No era la primera vez que lo hacía. El monstruo había tomado consciencia de que estaba siendo estudiado y había días en los que no estaba muy de acuerdo con ello. Entonces se burlaba, les hacía perder tiempo. Aquella iba a ser una tarde muy larga.
—Ya veo —dijo el doctor—. Suga. Eso es interesante. A mí también me gustan los chistes. ¿Sabes por qué el bebé zombi cruzó la calle gateando?
—Suga.
—Porque se comió la gallina en la que iba montado.
El monstruo lanzó una carcajada y en medio de ella se atoró con los propios jugos de su descomposición. El doctor lo observaba ansioso; sabía que el tiempo apremiaba. No pasaría mucho hasta que las cuerdas vocales se hicieran polvo y entonces no habría forma de hablar con él. Quizás podrían intentar otros medios de comunicación, pero lo cierto es que tampoco sabían cuánto más podrían retrasar la descomposición por completo. Tic toc. Escuchaba las agujas del reloj del juicio final en su cabeza, latiendo en su frente.
—Bueno, ya nos reímos bastante. Fue divertido. Ahora necesito que continuemos con nuestra charla. ¿Lo recuerda? Me estaba contando lo que sucedió en la expedición espacial que usted dirigió. Me quedan algunas preguntas por hacerle.
—Otrora. Marta. Suga.
El monstruo volvió a reír. Suga. Al parecer, esa era su palabra favorita del día. El sinsentido le encantaba, no solo cuando salía de su boca, sino también cuando el doctor le seguía la corriente. Marcos Lattanzio se quedó allí, parado, observando al monstruo. Aunque el sentido común insistía en etiquetar la situación como imposible, su instinto le decía que debía seguir adelante, enfrentar lo desconocido. ¿Cómo puede ser imposible si lo está viendo con sus propios ojos? La misma pregunta se hizo cuando leyó el primer informe semanas atrás. Al principio pensó que se trataba de una broma, aunque en su clínica nunca nadie había bromeado en medio de una emergencia. Tuvo que leer varias veces el informe para cerciorarse de que su comprensión lectora no había sufrido estragos. Se trataba de un virus para el cual había que inventar una nueva clasificación; este microorganismo interrumpía las señales eléctricas en el cerebro, causando la pérdida total de la actividad cerebral normal. Este deterioro neurológico conducía a la pérdida de la racionalidad y el autocontrol, manifestándose en comportamientos erráticos y agresivos. No solo eso, sino que, a medida que se reproducía dentro del cuerpo del astronauta, liberaba toxinas que inhibían cualquier actividad vital, como el pulso y la respiración, completando así su ciclo de vida destructivo. La infección era prácticamente imposible de detener una vez que comenzaba. Algo nunca antes visto.
Bueno, este tipo había venido del espacio, luego de una misión en un planeta desconocido, donde trabajó con otros científicos en un invernadero extraterrestre estudiando una planta local. Eso es todo lo que se sabía hasta el momento, ya que al llegar a la Tierra el sujeto ya estaba enfermo y no se supo nada más de sus compañeros, y mucho menos había rastro de la planta, lo que, a priori, sería el elemento principal de sospecha. La agencia espacial había enviado los informes, pero no había nada concreto de lo cual agarrarse. Lo cierto es que todo había ocurrido en tan poco tiempo que parecía una maldita pesadilla.
Ahora, el cuerpo médico se encontraba perplejo ante la situación. La infección no solo era una amenaza por su capacidad de contagio, sino también por el desconcertante estado en el que dejaba a sus víctimas: cuerpos en constante descomposición que se movían como si estuvieran vivos, pero sin ningún indicio de actividad biológica convencional. Esa era la realidad que ahora enfrentaba. La trama de un cuento de horror traído frente a sus narices.
V
—¿Puedes darme más detalles de lo que sucedió en Syntaris?
El monstruo parpadeó cuando escuchó el nombre del planeta, y al doctor le pareció que era la primera vez que lo hacía. Uno de los párpados quedó momentáneamente caído, pero volvió a su lugar. El monstruo hizo un esfuerzo por no despegar los labios resecos. Miró fijamente al doctor y este vio en sus ojos secos y amarillos un atisbo de humanidad. La pregunta le había dolido, o eso parecía. El monstruo no decía nada, tampoco se movía. El doctor espero con paciencia.
—Alea jacta est.
Latín. El doctor sonrió. De alguna manera, el virus, quizás en una fase temprana de la infección, tenía la capacidad de interactuar o "comprender" la actividad neuronal antes de su degradación completa, y respondiendo ahora como si fuese un reflejo activando los recuerdos del piloto. Le pareció poético cómo, aún desde la muerte, el espíritu humano se aferraba a la vida.
—Non. Ahora ya no es Syntaris. No estoy allí. Ahora es aquí —continuó.
—Lo sé. Ahora estás aquí, y estás a salvo. Y sabes que podemos hacer muchas cosas por ti si cooperas. Por eso es importante que nos digas lo que recuerdas.
—Nyo recuerdo.
—Haz un esfuerzo.
El monstruo se retorció como si le hubiesen apoyado hierro caliente en la espalda. Escupió dos veces en dirección al doctor, quien no se movió un centímetro de su lugar.
—SUGA.
VI
Habían pasado más de cuarenta minutos sin que el monstruo dijera nada que pudiera serles de ayuda. El doctor autorizó a sus ayudantes a que tomaran un descanso. Los enfermeros fueron los primeros en salir. Las únicas personas que se quedaron en la sala junto a él —además del monstruo— fueron la enfermera Ana Cruz y la doctora Daniela Giménez. No había forma de sacarle información; el monstruo no paraba de burlarse y decir cosas sin sentido. Sentía que aquel iba a ser otro día perdido, y lo estresaba; un solo día sin poder dar un paso era frustrante. Necesitaba sentir que estaba llegando a algún lado con todo esto. El doctor se aferraba a la esperanza de poder sacarle provecho a aquella tarde que comenzaba a morir. Para entonces, el monstruo había empezado a moverse de un lado a otro, a veces permitiéndose golpearse contra el cristal, otras arrastrándose, pegando su cuerpo en la superficie que lo mantenía preso. Y gritaba.
El doctor habría podido silenciar el micrófono interior, en cambio, solo bajó el volumen. No quería perderse nada, así fuesen palabras o gemidos sin sentido. Era espantoso. En un momento cayó en la cuenta de que estaba escuchando los gritos de un muerto. Esto casi le hizo soltar una carcajada histérica, que pudo reprimir al llevarse una mano a la boca. La doctora Giménez lo observó como si estuviese viendo a un bicho raro. Finalmente, se le ocurrió algo.
—Bueno —dijo el doctor, hablándole al micrófono—. Eres un virus. Un organismo vivo dentro de un cuerpo muerto. Me sorprende lo que has logrado. Definitivamente, eres de otro planeta. Aquí no hay virus de tus características. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
La primera respuesta del monstruo fue una risa gutural, llena de burla y resistencia. El doctor sonrió y permaneció en silencio, sintiendo que estaba acercándose a algo importante. El monstruo abrió la boca para responder:
—Soy uno— dijo, y comenzó a reír.
Interesante, pensó el doctor Lattanzio. Esto sí es algo. Tiene una percepción de sí mismo como un ser individual con identidad.
—¿Uno como un número?
El monstruo gruñó y dio un puñetazo en el cristal. La muñeca se quebró. Los ojos del monstruo resplandecían con el fulgor de la furia amarilla.
—Un número es algo abstracto. ¿Esa es tu identidad? Estás aquí, pero me hablas desde un plano no físico. ¡Vaya! No creí que fueras tan profundo.
El monstruo parecía más furioso. Por inercia, la mirada del doctor reptó a la pantalla donde los controles seguían marcando que no había actividad cerebral. Por supuesto. No había nada neurológico que pudieran estudiar allí, pero era fascinante. Al monstruo le molestaba que no le reconocieran como lo que era según su propia percepción. El doctor estaba fascinado.
—Te mantienes porque estás en la cápsula que hemos preparado para ti. Tu naturaleza corrosiva está comiendo el cuerpo en el que decidiste incubar, sin que puedas hacer nada al respecto. Sabes que si abro la cápsula vas a descomponerte hasta morir, ¿verdad?
El monstruo lo miró con sus penetrantes ojos amarillos, afiebrados. Los ojos de un muerto. Entonces, sonrió de nuevo. Se llevó el dedo índice a la boca y mordió. Los doctores, que habían regresado de su descanso hacía un rato y estaban observando la escena, miraron para otro lado, asqueados. El chasquido del hueso fue seco y breve. Uno de los enfermeros vomitó en un cesto lleno de papeles. Marcos Lattanzio frunció el ceño. No le importa, pensó. No le importa morir, pero... ¿Por qué? El monstruo abrió la boca y el dedo mutilado se deslizó por la mandíbula hasta caer al suelo. Con la otra mano señaló al doctor.
—Yo soy —dijo con una voz sorprendentemente clara—. Yo seré.
El doctor sintió un escalofrío. El mensaje era clarísimo. Hoy un cuerpo, mañana otro.
VII
Las miradas estaban fijas en el monstruo. Ni un solo parpadeo, mucho menos una palabra. El zumbido de las máquinas de la sala de estudios número diecinueve hacía de cortina musical a aquel pintoresco cuadro. El cuerpo médico frente a una enorme cápsula de cristal dentro de la cual un sujeto clínicamente muerto los miraba con ojos vidriosos y la mandíbula caída. El doctor Lattanzio presionó por última vez el botón azul para hablar.
—¿Qué quieres que hagamos contigo?
El monstruo lo miró y, por alguna razón, pensó que iría a sonreír, pero no lo hizo. En cambio, lamió la superficie de la cápsula, allí donde había escupido minutos antes. Luego, respondió.
—Alea. Jacta. Est.
Ahora sí sonrió. El doctor se volvió hacia su compañera, Daniela Giménez.
—Apaguen la cápsula. Envíeme luego a mi despacho un resumen detallado de los estudios clínicos. Quiero verlos antes de enviarlos al laboratorio.
—Sí, doctor.
Sacó su pañuelo del bolsillo y lo apoyó en su frente. Se dirigió hacia la puerta que daba al vestíbulo cuando escuchó dos golpes sordos. El monstruo lo llamaba. El doctor volteó a verlo por última vez.
—Alea jacta est—dijo la criatura, antes de morderse el brazo y arrancarse un trozo de carne podrida—. ¡Alea jacta! ¡Alea jacta est! —siguió gritando y riendo, mientras seguía arrancándose lo que quedaba del brazo. El doctor le dio la espalda y salió de la sala.
VIII
El vestíbulo estaba silencioso, y esto le provocó un sentimiento de calma e incomodidad a la vez. Se había acostumbrado al incesante murmullo de los pasos apresurados y las ruedas sin freno de las camillas, los pitidos de los ascensores, la voz del parlante llamándolo a alguna urgencia. Ahora los únicos pasos que escuchaba eran los de él, algo que le pareció siniestro. Se acercó a la máquina de café, puso el vaso debajo de la boquilla y presionó el botón de expreso. Una especie de agua amarronada comenzó a llenar el recipiente de plástico. Bebió de un trago todo el café; estaba asqueroso, pero al menos estaba caliente.
¿Qué vamos a hacer?, pensó. Se sintió impotente al no poder responderse esa pregunta. Se dio cuenta de que también se había acostumbrado a encontrarle solución a todo. La vida había cambiado. Ya no quería ser médico. Se acercó lentamente al enorme ventanal y descorrió las pesadas cortinas amarillas. El invierno ya se hacía sentir; la escarcha en el césped de la vereda, el asfalto húmedo por el rocío reflejando las luces de las farolas que se encendían al atardecer. Frío. Invierno. Y la gran pregunta. Cuántos inviernos le quedarían por delante... A él, al mundo... Se quedó unos segundos mirando por la ventana el paisaje de la ciudad, observando con desazón a los pocos ciudadanos que deambulaban por ahí, perdidos, erráticos, enfermos; unos vomitaban, otros se mutilaban a sí mismos. ¿Qué vamos a hacer? Se preguntó de nuevo. De pronto, se sintió muy cansado.
¡Gran relato! Me ha encantado tanto la narración como la historia. Enhorabuena, Facu 😊
ResponderEliminarFacu nunca va decepcionar en sus obras. :)
ResponderEliminar-Nice
¡Interesante y muy buen final!
ResponderEliminarHola! me gustó muchísimo, un relato fantástico. Besos
ResponderEliminarAtrapante , no pude dejar de leerlo. . excelente narración e historia, muy bien explicados los sentimientos del protagonista, pude empatizar con él. Bien hecho. Me encantó!
ResponderEliminarpodría ser tranquilamente un relato dentro del umbral de la noche xD
Hola, un relato muy bueno, muchas gracias por compartirlo.
ResponderEliminarBesos desde Promesas de Amor, nos leemos.