Cuéntame un cuento III: `Morven´ por Carlos Ruiz

Hoy tenemos un nuevo relato para la III Convocatoria de Cuéntame un cuento, sección en la que vosotros sois los protagonistas.

Si tienes un relato y quieres que te lo publiquemos, no dudes en mandarlo a webchicasombra@gmail.com, con un máximo de 3000 palabras. El género es libre. Los seleccionados serán publicados aquí en la web. Más tarde, se elegirán los mejores de estos y se formará una antología, la tercera de Chica Sombra.

Hoy os dejamos con `Morven´, de Carlos Ruiz.




“Vaya pobre diablo”, pensó Morven. “Menudo individuo desgraciado con semejante reliquia”. El parpadeo imperceptible de su ojo derecho tomó una fotografía con la retina, que se archivó automáticamente en la nube que compartía con Imogen.

El hombre que estaba sentado ante ella en el tren era, indudablemente, ciego. Solo alguien privado del sentido de la vista traería consigo una vieja cámara fotográfica como aquella, que para Morven no era sino un objeto anacrónico del que no tenía constancia más que en enciclopedias del estilo de “así era el mundo antes”. Pensándolo bien, el hecho de que ambos hiciesen aquella ruta en aquel modelo de tren también era algo anacrónico. Con cada traqueteo sobre las destartaladas vías, dejaban el mundo antiguo atrás. Pero, a pesar de ello, aquel invidente aguardaba pacientemente el momento en el que las ramas de los árboles dejaban entrever el paisaje, y entonces se parapetaba tras la cámara y tomaba fotos de lagos, valles, montañas y cumbres del oeste de Escocia. Aquello confundió a Morven. No acababa de decidirse acerca de la más que evidente ceguera, pero no tenía dudas de la pobre condición de aquel extraño hombre. Cuando los árboles cubrían de nuevo las vistas, dejaba la cámara sobre la mesa y volvía a reclinarse en el asiento, aguardando otra vez el paisaje que no podía ver. A falta de treinta minutos para que el tren llegase a destino, el pobre diablo se incorporó y, tanteando el terreno, se dirigió hacia los servicios en la parte trasera del vagón. Dejó la cámara y el resto de su equipaje sobre el asiento. Morven lo vio irse y sonrió abiertamente, con un atisbo de malignidad abriéndose paso en su interior. Examinó mentalmente la fotografía furtiva. Pelo ralo y canoso, bigote y camisa de cuadros. Las gafas oscuras, otro objeto decididamente anacrónico, remataban la figura. Incluso el atuendo clamaba austeridad.


Hacía ya muchos años que los primeros implantes oculares habían erradicado la ceguera del mundo. Antes existían los auditivos, claro, pero fue tal el nivel de excelencia alcanzado que pronto personas con apenas un leve defecto de oído pagaban por someterse a la microcirugía necesaria. Sucedió lo mismo con los problemas de rodilla y espalda, y pronto la menor lesión crónica era arreglada para siempre por medio de una intervención y un chip. Habiendo avanzado tanto, el único obstáculo para adquirir aquella tecnología era económico. Pasado un tiempo, solo quienes no podían permitirse el más barato de los implantes quedaban atrás, ciegos, cojos o sordos, en lo que vino a llamarse el mundo viejo. Morven no era millonaria precisamente, así que solo se permitió el implante del ojo derecho. Pero trabajaba duro y, sobre todo, tenía la gran ventaja de salir con Imogen, la heredera de Ardmor Inc. El padre de Imogen era el presidente de la compañía que acabó absorbiendo todas las clínicas de implantes, así como las patentes de los mismos, un monopolio indiscutible que le convertía en lo más cercano al rey del nuevo mundo. Ambos tenían los dos ojos mejorados, por supuesto, por lo que una cámara fotográfica no les provocaría más que carcajadas.


“Te está mirando”, se dijo Morven. Al abrir los ojos, así era. El ciego, parado en la otra punta del vagón, tenía las gafas oscuras posadas en ella. El tren se acercaba ruidosamente a destino. Morven cogió la cámara y, tranquilamente, la metió en su mochila y se fue andando al vagón contrario. Al detenerse en la estación, bajó a tierra sin mirar atrás. Cuando hubo descendido el último pasajero, el viejo tren implosionó en silencio. Era un modelo antiguo y acababa de realizar su último viaje. Morven observó el espectáculo y sintió una ligera inquietud cuando no vio al ciego bajar del vagón antes de que se autodestruyese. La cámara, notó, pesaba sobre su espalda. Parpadeó para fotografiar las vías, ahora vacías, y se encaminó al Corryvreckan Hotel.


***


–Vamos a ver esos análisis –dijo el padre de Imogen. Morven abrió la carpeta y depositó los documentos diligentemente sobre la mesa. Íosa Ardmor parpadeó y cerró los ojos, leyendo las cifras en su mente. Morven comprobó en su propia nube que la fotografía era adecuada. Todos los miles de empleados de la empresa tenían acceso a aquella carpeta, y para ello solo tenían que cerrar los ojos. Pronto, la obsolescencia alcanzaría a casi todos los dispositivos. Si no estuviera lucrándose, Morven sentiría un escalofrío. Imogen, sentada a su derecha con la melena rosa sobre el hombro, le guiñó un ojo. Si había tomado a sí mismo una foto, debía de haberse subido a alguna carpeta privada. Aquello no era raro. Todo el mundo tenía la suya, ya que los derechos de privacidad eran un jardín imposible en el que Ardmor Inc. tenía muy pocas ganas de meterse. Morven le devolvió el guiño e Imogen hizo una mueca. Se subió a la carpeta que solo ellas compartían.

–La verdad es que estos resultados son estupendos –dijo Ardmor pasados unos instantes. Morven suspiró de alivio. Pasaba semanas viajando y trabajando hasta el amanecer, pero siempre conseguía entregar informes satisfactorios. Imogen sonrió.

Estaban sentados en el bar del Corryvreckan, propiedad de la empresa, tomando whisky después de la cena. El puerto de Oban, la última gran población al oeste antes de las islas, era el lugar de aquella extraña reunión de trabajo. El último rincón del viejo mundo antes de actualizarse al nuevo.

–Ya sabes que estamos muy contentos contigo, Morven –continuó Ardmor–. Eres profesional, eficiente y no te importa estar en ruta toda la semana.

Extendió un sobre hacia ella. Tenía el membrete oficial de la empresa.

–Quiero que eches un vistazo a esto y me digas lo que piensas pasado mañana. –Morven tocó el sobre. Esperaba la propuesta de ascenso, pero desconocía qué puesto le ofrecían.

–Y esto de mi parte –dijo Imogen, extendiéndole un sobre más pequeño con un envoltorio rosa. Morven sonrió, adivinando su contenido. Imogen le había hablado de ello con anterioridad–. Sí, son dos entradas para el ferry a la isla de Mull. Salimos mañana por la mañana, así que olvídate del trabajo por una noche.

–Lo intentaré –respondió Morven, mirando a, después de todo, su jefe–. Si a usted le parece bien, señor Ardmor.

–Yo me retiro ya. –Sonrió el padre de Imogen–. Tengo reunión a primera hora, la última antes del crucero. Disfrutad de Mull por mí.

Observándolo alejarse, Morven le tomó una foto de espaldas. Íosa Ardmor, el hombre más rico de ambos mundos, se había dejado barba y melena. Con este aspecto estaba aún más cerca de la divinidad. Pero el rey de los implantes, que ella supiera, no tenía ojos en la nuca.

Imogen puso su mano sobre la suya. 


***


Morven no había vuelto a pensar en la cámara desde que llegó al hotel. Ahora, con Imogen adormilada a su lado y el sobre de Ardmor en sus manos, volvió la vista hacia su mochila. El inquietante bulto colgaba de la silla, como un pecado encubierto. Una reliquia robada a uno de los miembros más frágiles de la sociedad.

Pero en un par de días no habría sociedad, no como la conocían. Mientras Imogen dormía, Morven leyó el documento varias veces. Era un secreto a voces que los implantados, a esas alturas, el 100% de la clase media y alta mundial, estaban descontentos en el viejo mundo. Las diferencias con el resto eran cada vez más notorias. Por eso, Íosa Ardmor estaba fletando, secretamente, cruceros privados para socios y clientes VIP, los que tenían el mayor número de implantes. Más allá de Escocia, hacia las islas vírgenes al norte de Escandinavia, aguardaba un nuevo mundo inexplorado, sin desigualdades, dificultades, ni gente indeseable. El primero de ellos saldría pasado mañana. El contrato ofrecido a Morven contenía una mejora sustancial de su salario y un cambio drástico de sus tareas. Ya no tendría que viajar en tren nunca más, porque aquel crucero iba a ser su nueva oficina, transporte y hogar. Se acabaron los informes y reuniones con clientes y proveedores.

–Asistente de la CEO –murmuró mirando a Imogen, que iba a heredar en vida el mayor imperio del mundo. Se pasó la mano por el pelo, azul y rapado en el lado izquierdo, y por el ojo sano. Pronto, otro implante la pondría a su misma altura. Lista para el nuevo mundo.

Decidió al fin inspeccionar la cámara del ciego. Salió de la cama, agarró la mochila y entró al baño, cerrando la puerta tras de sí como si estuviese haciendo algo vergonzoso, libre de parpadeos furtivos. La sacó y la mantuvo en alto, observándola. Se hizo una foto frente al espejo, que no se iluminó. El flash estaba roto, la correa gastada. Observó su propia imagen en la pequeña pantalla, la primera fotografía digital en mucho, mucho tiempo. Entonces, se decidió a observar el resto de imágenes tomadas por el ciego. Las últimas, por supuesto, eran los paisajes desde el tren.

Imogen la encontró a la mañana siguiente, desmayada en el suelo del baño, con la cámara entre sus brazos.


***


Morven despertó en el mar, en el ferry que las llevaba a la isla de Mull, con el puerto de Oban alejándose. Imogen había pagado por un camarote privado a pesar de que el trayecto era escasamente de una hora, y estaba acariciándole el pelo.

–Mi Morven –susurraba–. Mi pequeña y dulce Morven…

Se incorporó en la cama, liberándose de la caricia. Imogen retiró la mano, sobresaltada.

–¡La cámara! –gritó. Le dolía el ojo implantado–. ¿Dónde está la cámara?

–Tranquila, tranquila. –Imogen señaló la mochila–. Ahí está. Menuda reliquia has encontrado. ¿Por qué no se lo dijiste a mi padre anoche? Seguro que te daba un millón por ella.

Morven saltó de la cama, agarró la mochila, salió a cubierta en pijama y descalza para asombro de todos los turistas del ferry, y la lanzó por la borda. Imogen salió detrás, a tiempo de ver la mochila golpeando el agua y hundiéndose. Morven se quedó aferrada a la barandilla, jadeando, asegurándose de que el mar se tragaba la cámara del ciego para siempre.


***


–No era un pobre diablo, Imogen –susurró Morven–. Era el diablo.

El ferry atracó en el puerto de Craignure, la entrada a Mull, y allí tomaron el autobús que cruzaba la isla hasta otro pequeño puerto, desde donde tomaron otro ferry de escasos quince minutos hasta la localidad de Iona. Los lagos y montañas que formaban el escenario las habrían maravillado en otras circunstancias, dejando atrás el viejo mundo. Imogen la rodeó con el brazo y escuchó.

No solo de Escocia había tomado fotos de paisajes aquel extraño ciego. En la cámara podía verse el mundo entero. Europa, América al completo, Asia, los rincones más inaccesibles del África negra, Oceanía, la tundra siberiana. También había retratos de gente. A diferencia de las fotografías furtivas de los implantados, todas estas personas estaban posando. El problema estaba en sus expresiones.

–¿Recuerdas el seminario Ardmor de Historia de la Fotografía? –susurró Morven–. Cuando se inventaron las primeras cámaras, la gente tenía miedo de que les arrebatasen el alma. Imogen, a estas personas se las habían arrancado de cuajo.

Trató de describir lo mejor que pudo la desasosegante sensación que le produjeron aquellos ojos muertos, miradas perdidas y sonrisas congeladas en los rostros. Después de los retratos, vinieron los paisajes del infierno. El ciego se había regodeado fotografiando la miseria del viejo mundo. Era un álbum de instantáneas de la desolación. 

Cuando la desolación dio paso a la depravación, fue cuando Morven se desmayó. No pudo describírselo a Imogen, o no quiso. Pero, sin lugar a dudas, aquella era la cámara del diablo. Y entonces se le ocurrió algo que no confesó a su pareja y a la vez CEO de Ardmor: que la gente retratada, desalmada, mutilada y asesinada en aquellas fotos, no tenía un solo implante.

Bajaron las últimas del ferry en el pequeño muelle de Iona. Sobre una colina, la milenaria abadía les daba la bienvenida. Con un escalofrío, se encaminaron hacia allí por caminos de otros siglos.


***


–¿Quieres un café? –preguntó Imogen–. Me acerco en un momento al bar del muelle y vuelvo.

–Vale, sí, gracias –murmuró Morven. Había recuperado el color al entrar en la abadía, como si de alguna forma se sintiese protegida dentro de aquella piedra santa. Imogen le acarició la espalda antes de irse, sabiendo que necesitaba un momento a solas.

El ciego estaba sentado en un montículo en el jardín de la abadía, sonriendo, moviendo los brazos en el aire y balbuceando palabras ininteligibles, con el mismo estúpido bigote y atuendo del día anterior. Morven estuvo mirándolo fijamente el tiempo suficiente como para comprobar que Imogen no podía verlo. 

Dándole la espalda, entró al museo de la abadía. Allí, entre pórticos antiguos, ruinas y reliquias, volvió a sentirse protegida. El nuevo mundo era prometedor, pero el viejo ofrecía una calidez entre sus rincones vetustos que se resistía a dejar atrás.

Se detuvo ante una inscripción en gaélico. Podía leerlo y comprenderlo, algo a lo que Imogen nunca había dado importancia. Los implantes podían traducir simultáneamente. Morven no tomó una sola fotografía con su ojo, ni la tomaría nunca más. Salió de nuevo al jardín, deteniéndose ante la cruz céltica más antigua del mundo. Allí permaneció unos minutos, pensando. Finalmente, entró en la capilla. El ciego estaba sentado con las piernas cruzadas, completamente desnudo, en un círculo de velas apagadas, sonriendo. El pie de Morven tropezó con algo húmedo en la entrada. No se sorprendió un ápice al reconocer su mochila. La levantó. Pesaba como un millón de almas.

–Ni siquiera el rey vikingo que conquistó estas islas pudo poner un pie en esta abadía –dijo el ciego–. Y ahora, ¿me devuelves mi cámara, por favor?

Morven caminó hasta él, con la mochila en la mano, no sin cierta dificultad. Depositó el millón de almas frente al ciego y sintió cómo el peso desaparecía de su brazo y de su interior.

–¿Esto es lo que significa ser libre? –preguntó.

–No –respondió aquel ser–. Esto es lo que se siente cuando tu alma me pertenece a mí y no al otro. No querrás ser una sgaoileadh el resto de tu vida... ¿Qué te ha prometido esta vez? ¿Riquezas, dinero, poder? Es el mismo contrato de esclavitud que lleva usando desde que tenemos trato. 

Morven conocía muy bien esa palabra, así como que el nombre de pila del señor Ardmor, Íosa, era la forma gaélica del nombre de Jesús. Sgaoileadh quería decir “fanáticos de Jesús”.

–Los implantados no pueden verte –dijo de repente–. La foto que te hice en el tren… la subí a la nube que tengo con Imogen, pero ella no ve más que un asiento vacío, ¿no es eso? Por eso no dijo nada. Ninguno de los turistas del barco puede verte.

–No –sonrió el ciego–. Esas almas pertenecen al otro tipo. Contrariamente a lo que se suele pensar, yo soy el más comprensivo de los dos. Lo dejo a tu elección. Íosa te compra con dinero y falsas promesas. Siempre ha sido así, Morven, y no de la otra forma.

Pero tú mientes. Eres el príncipe de las mentiras contestó Morven–. Y este viejo mundo va a desaparecer, por eso vas por ahí haciendo fotos. Intentas quedártelo.

¿Quién sabe? Divertido, sonreía con los colmillos a la vista. Arráncate ese implante y sal a ver el mundo con tus ojos de verdad.


***


¡Morven! gritaba Imogen desde el muelle—. ¿Qué haces? ¡El ferry está a punto de zarpar! ¡Date prisa o te quedas en la isla!

Morven sentía los imperceptibles parpadeos de cientos de retinas fotografiándola en secreto desde la borda. Imogen estaba en la pasarela, que por el ruido de la sirena estaba a punto de levantarse. Era el último ferry del día, y mañana el crucero las llevaría al nuevo mundo. A lo lejos, casi podía verlo entre la bruma. Una tierra prometida, como tantas otras habían existido, y millones de personas que se quedarían atrás.

Con la melena azul extendida al viento, Morven saludó a Imogen por última vez. Notó el parpadeo furtivo de la hija de Íosa Ardmor. Ahora era la chica rara, en cientos de nubes privadas, que no se subía al barco. Regresó a la abadía. El ciego seguía allí sentado, sonriendo, sin decir nada. Una vela del círculo estaba encendida. Morven la cogió.

Cuando se la llevó al ojo implantado, solamente dolió unos segundos. Notó unos brazos cálidos y poderosos en torno a ella que la protegían del dolor.


***

A la mañana siguiente, recogió su ropa y salió a contemplar el mar. El enorme crucero con el logo de Ardmor Inc. se divisaba claramente en la lejanía, rumbo al norte, al nuevo mundo entre la bruma. Hacía sonar la sirena de despedida. Se dirigía directo hacia un remolino de proporciones gigantescas, imposible de esquivar para un barco tan grande.

–Coirebhreacain dijo una voz a su espalda. Una mano velluda con largas uñas amarillas se posó en su hombro desnudo, rodeándola con el brazo—. O Corryvreckan, como el hotel de Íosa. Uno de los mayores remolinos que creó aquella semana famosa. Él o su padre, qué sé yo, da lo mismo. Una de sus pruebas para el rebaño. –Y entonces imitó el balido de una oveja de forma escalofriante.

–Pero no pueden verlo murmuró Morven. Están ciegos.

–Y luego dicen que yo soy el malo. –De aquella garganta brotó una risa cavernosa, antiquísima, que resquebrajó la vieja cruz céltica hasta partirla en dos.

Más tarde, el ciego le entregó la cámara. “Necesitarás un trabajo, ¿no?”. Morven miró hacia la costa de Oban, asintiendo, y saltó a darse un baño en el mar, disfrutando del sol del viejo mundo sobre la piel libre de implantes; libre, el tiempo que durase, siempre libre.



“Incluso ante el fin del mundo

Iona permanecerá intacta”.

Profecía gaélica atribuida a St. Columba,

fundador de la Abadía de Iona en el año 563



Chica Sombra

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