Cuéntame un cuento III: `El despertar de Jad´, de Miguel Arroyo

Hoy tenemos un nuevo relato para la III Convocatoria de Cuéntame un cuento, sección en la que vosotros sois los protagonistas.

Si tienes un relato y quieres que te lo publiquemos, no dudes en mandarlo a webchicasombra@gmail.com, con un máximo de 3000 palabras. El género es libre. Los seleccionados serán publicados aquí en la web. Más tarde, se elegirán los mejores de estos y se formará una antología, la tercera de Chica Sombra.


Hoy os dejamos con `El despertar de Jad´, de Miguel Arroyo Monge.



La marea se encontraba en total tranquilidad, mientras un delgado haz de luz se reflejaba en las aguas saladas. Observaba únicamente las burbujas danzantes y un pequeño pez que se aproximaba a su mejilla izquierda, como si intentara comunicarse con ella, como si fuera una persona tratando de expresar algo. Era incapaz de responder, debilitada y abrumada, sintiendo pánico al mismo tiempo. Descendía lentamente hacia las profundidades del mar, con las manos atadas detrás de la espalda y una pesada roca anclada a ambos pies. El último suspiro de vida brotó de sus labios. El pez que la había acompañado ya no estaba a su lado. La oscuridad abisal se la tragó por completo. Desde la superficie, observaba la escena con detenimiento. La costa se desplegaba en toda su hermosura, y el sol comenzaba a descender en el horizonte del océano, anunciando la inminente llegada de la noche. 

Los caballeros presentes permanecían inmóviles, como si hubieran quedado petrificados, con sus miradas fijas en el mar, observando las pequeñas burbujas que venían del fondo marino. Llevaban a sus costados enormes espadas, con yelmos bien ajustados en sus cabezas y robustas corazas de acero resplandeciente. Tydeos, el más anciano de todos, destacaba por su barba blanca recortada, ojos marrones que recordaban al color de los pinos y una estatura que no superaba el metro ochenta. En su mano izquierda, acariciaba la empuñadura de su espada,  envainada en un cartucho dorado, una formidable arma. Los yelmos de todos los hombres permanecían alzados, observando atentamente la situación. Era evidente que la hora de la purga había llegado para la chica. El general giró sobre sus talones, y al instante, todos los demás imitaron su movimiento. Las reglas debían ser cumplidas, ya que cualquier infracción podría conllevar la ejecución por parte del rey, sin importar si se trataba de un hombre, una mujer, un niño o un anciano. Jad, el miembro más joven del grupo, se aproximó al general. 

―Señor ―comentó sin titubear―, deberíamos regresar al reino. 

El general Tydeos, al escuchar tales palabras, miró a sus camaradas fijamente a los ojos antes de responder con claridad y concisión. 

―¿Crees que soy inepto, muchacho? ―preguntó. 

Ante esto, Jad retrocedió y se dirigió hacia su yegua, manteniendo la mirada en el hombre. Tydeos guardó en la bolsa del caballo un pergamino que sostenía en su otra mano. Se trataba del consentimiento de la ejecución por parte del rey, ordenando la ejecución de la joven en la costa por el asesinato de su marido. 

 ―Volvamos a casa ―gritó el general―. La noche se avecina. 

El sol se sumergió en el mar, como lo hicieron las burbujas de oxígeno de la rea. Los caballos marchaban al galope sin descanso, trotando y dejando atrás la zona. El clima cambió de inmediato, con la tenue luz de las luciérnagas y una brisa húmeda que reflejaban una sensación de paz y armonía, un contraste con lo que se vivía en el reino en aquellos últimos años. Los lobos aullaban a la luz de la luna entre los frondosos árboles del oscuro bosque. Crithamore era un territorio inmenso, pero no tenía comparación con los demás reinos que existían en Zioshadora. El cielo no se podía observar desde el lugar donde se encontraba la patrulla, debido a la gran velocidad de los caballos. Los bellos animales de los soldados estaban cansados y no bebían agua desde hacía cuatro días, tiempo que tardaron en llegar a la costa de uno de los tres reinos totales que albergaban el país. Debían atravesar otra vez los bosques y llegar a la fortaleza del rey, sanos o, al menos, de una pieza. Las hojas rojizas caían de los grandes árboles que poblaban aquel gran bosque. Jad montaba su corcel marrón, al mismo tiempo que estudiaba detenidamente un pergamino. Era un fragmento de mapa, crucial para su regreso junto al rey. El general Tydeos observaba al joven mientras este examinaba el pedazo de papel que se encontraba parcialmente húmedo. 

―¿Cómo te atreves a portar el mapa? ―preguntó. 

―Lo encontré en la playa, señor. Se le debió de caer ―respondió el joven. 

―Eso debería de estar en mi alforja. Eres solo un escudero, no puedes llevar los mapas de la travesía, ¿acaso te crees un explorador? ―le miró amenazante―. ¿Te crees más poderoso que yo? ―gritó, desafiando al joven―. Contesta. 

El caballero hizo una señal con la mano, lo que provocó que todos se detuvieran. Los caballeros se agruparon alrededor de los caballos de Tydeos y Jad, formando un círculo, para asegurarse de que el joven no intentara huir. El sonido del acero se hacía sentir, y cuando Jad cayó de su silla de montar, se produjo un estruendo. 

―Levanta, escoria ―le dijo. 

―No me llames así. Aunque seas mi superior, no tienes derecho a hablarme de esa manera ―replicó Jad. 

―¿Estás seguro? ―cuestionó Tydeos, tomando su espada y presionándola contra el cuello del chico―. ¿Eres consciente de con quién estás hablando? Soy Tydeos, hijo de Briseos, el mejor caballero que ha servido a la casa real en los últimos dos siglos. Mi familia ha sido noble y leal a la corona desde tiempos inmemoriales, no como la tuya. Eres solo un simple escudero de diecisiete años. No vales nada, y tu familia tampoco. Eres hijo de un campesino. No llegarás a nada. ―El general miraba amenazante al pobre muchacho. La hoja de su espada rozaba la piel y susurraba que quería sangre. En medio de las sombras, se escuchó un suave suspiro, como si fuera una ráfaga de viento. Se desvaneció. Detrás de uno de los caballeros que rodeaban a Tydeos y Jad, apareció un hombre de la nada. Pálido, monstruoso y su rostro tenía una cara demoníaca. Sostenía en su mano una cuchilla afiladísima con la que atravesó la espalda de uno de los guardias. Todos los demás se giraron al presenciar la muerte, que parecía ser obra de un fantasma, ya que no había nadie allí. Tydeos se levantó de la vera del joven y montó su caballo―. Vámonos de aquí, esto no es seguro ―declaró, y los demás siguieron su ejemplo, subiendo a sus monturas, excepto Jad―. Tú te quedas aquí, y no quiero que hagas nada raro. Aunque, en realidad, no importa; morirás solo en estos bosques. 

El general Tydeos giró su caballo para retomar su camino, cuando algo inesperado ocurrió. Una sombra voladora cortó las cuatro patas del corcel, haciéndolo caer al suelo. La sangre brotaba del animal. El guerrero también cayó, quedando expuesto al peligro. La tropa quedó inmóvil, al igual que Jad. Algo los retenía, una extraña magia. De la oscuridad apareció un hombre espectro, de color blanco, pálido como la nieve y monstruoso, con los mismos ojos demoníacos que atravesaron sin cesar al otro hombre. Parecía ser el mismo, pero esta vez no llevaba ningún arma. Se aproximó con aire asesino. Al acercase por completo al general, sin reparo, dio diversos tajos en las costillas del viejo con sus propias manos, ignorando la coraza que llevaba. Se quedó en el suelo, desangrándose por aquel truco macabro. De pronto, la magia cesó y los demás caballeros huyeron del lugar. No tenían la suficiente fuerza ni gente para poder defenderse de esa entidad. Montaron sus caballos y se marcharon, abandonando a Jad, cuyo corcel también huyó de la escena. El joven quedó a la intemperie. La misma sombra que se le acercó a Tydeos acechaba al muchacho desde atrás. Una fuerza poderosa hizo voltear al escudero dejándolo boca arriba, inmovilizado. Miró hacia arriba, viendo las copas de los altos pinos. La pálida figura se aproximó y lo observó fijamente. En un instante, Jad notó un suave aire gélido emanando de la boca de aquel ser, al tiempo que le abría la boca poco a poco, como si esa entidad paranormal tuviese la intención de meterse en su cuerpo. El muchacho quedó tendido en el suelo, solo, con los ojos cerrados, esperando a que algo o alguien lo despertara. Al final, la idea de que los monstruos no existen ya no cruzaría su mente. La ráfaga de viento cesó, y Jad quedó tendido en el suelo, a merced de los lobos.



Chica Sombra

1 comentario:

Susúrranos entre sombras lo que te ha parecido la entrada...