Cuéntame un cuento II: Sempiterno es lo que bombea el corazón, por Carlos Ruiz

Volvemos con la II Edición de la sección Cuéntame un cuento, donde vosotros sois los protagonistas. Cada domingo publicaremos un relato que seleccionaré de entre todos los que me enviéis a webchicasombra@gmail.com. El género es libre, y la extensión un máximo de 3000 palabras.

Hoy podéis disfrutar de Sempiterno es lo que bombea el corazón, de Carlos Ruiz Santiago.


La luna gusta de iluminar a los amantes, a sus fuegos y a sus cenizas, a sus pasiones y horrores. Esa misma noche, Ángela no podía estar más de acuerdo.  

Su cita con Sergio estaba siendo maravillosa. Algo en su mirada brillante, en la sonrisa inocente, algo que le decía cosas buenas que ella necesitaba sentir. No es fácil amar, es como abrazar una trucha, igual de resbaladizo, a veces igual de ridículo. Sin embargo, Sergio no parecía tener esos problemas. Divertido sin pasarse, algo encantador en su sinceridad, en el modo reflexivo que tenía de mirar al vacío a través de ella antes de responder a algo relevante, como si el esfuerzo sesudo mereciese la pena con tal de darle una respuesta satisfactoria. El cabello rubio algo despeinado, los brazos fuertes. Tenía un leve temblor en las manos que no le había pasado desapercibido a Ángela, manos llenas de callos y cicatrices de trabajo manual. No obstante, poco importaba.  

Una cerveza tras otra, algo lento y acompasado, sin necesidad de beber más que para enjuagarse la garganta, una conversación fluyendo como un río montaña abajo. Las luces azafranadas, la penumbra de la noche en ciernes, el sol muriendo en bellos colores. Comida exótica, demasiado picante para su gusto, pero una innovación agradecida, idea de él. Bien pensado, un buen punto. Proactividad, era todo lo que Ángela pedía. O, al menos, una de las cosas más importantes. No era tan difícil querer probar cosas. Y él quería y ella estaba feliz. Él podía quererla y ella podía quererlo. 

No era ninguna estúpida niña enamoradiza, pero quien rechaza la calidad cuando la tiene justo delante es un imbécil cascarrabias y poco más. Esperanza, ¿era tan malo tener esperanza? Pronto se le respondería esa pregunta, solo que ella no lo sabía. La gente nunca sabe esas cosas. 

Pasearon, la brisa suave como caricia de amante. En cierto punto, se cogieron de la mano y Ángela noto el corazón bombeándole con la fuerza con la que un ejército galopa. Fuerte y desaforado, caminaron con más conversación banal, una intimidad especial encontrada en lo mundano, por calles semidesiertas, algo bonito y especial imposible de planear. Eso que llaman la chispa, que a Ángela le parecía tan estúpido y que, aun así, sentía en ese momento.  

Los pies los llevaron, eso pensaba Ángela que había sido algo más premeditado, a la casa de él. Un empujón del destino, ella dejándose empujar, ¿tan malo era todo eso? Solo un poco de esperanza en algo bonito, nada más.  

Un edificio viejo aquel, apenas vivía gente, la mayoría era gente mayor. Las paredes del vestíbulo estaban desconchadas, la humedad calando en cada paso. No era muy acogedor, pero tampoco necesitaba que él fuera rico. El dinero iba y venía, esas cosas podían arreglarse, lo de dentro era lo que importaba. Un olor fuerte la asaltó, típico hedor de comida pútrida de algún vecino. Olía como fruta en descomposición, cáustico aun con la lejanía. La próxima vez lo invitaría ella a su casa. Tampoco tenía culpa el chico de tener un apartamento de poca monta. En los tiempos que corrían, tener un techo sobre la cabeza casi parecía un logro.  

La puerta era de madera maciza, una buena puerta. Un contraste extraño, pero al menos indicaba que era precavido, eso era importante. Ángela había conocido a muchos chicos para los que las precauciones eran cosa de otros. Estúpidos todos. El marco de la misma era oscuro, parecía grueso, duro. Sergio abrió la puerta y Ángela pasó sin más dilación.  

Estaba oscuro. Olía terrible. Olía a cosas muertas, a pescado al sol, a leche agria. Algo se escuchaba de fondo. Un gorgojeo, un gruñido bajo como el que haría alguien que intenta dormir. Algo malo. Esas dos palabras se le vinieron a la cabeza de forma casi instintiva. Algo malo. Algo muy malo. Algo terrible.  

Ángela dio un paso hacia atrás, sin pensar, sin terminar de computar nada, dejándose llevar. Entonces, algo le asió la cabeza por detrás, su negra cabellera tiró de ella hacia atrás y después hacia delante, a toda velocidad. Ángela no tuvo tiempo de reaccionar cuando su cráneo se cascó contra el marco macizo de la puerta.  

El primer golpe la dejó confundida.  

El segundo, inconsciente.  

El tercero, gravemente herida.  

El cuarto la mató.  

El resto fueron poco menos que saña.  

Golpes violentos, crujidos húmedos. Sangre y sesos por todos lados. Sergio era un tipo fuerte, así que no le costó lanzar el cadáver dentro de su casa y limpiar por encima las salpicaduras con un trapo húmedo antes de cerrar. Nadie veía nada, nadie podía nada. Allí nunca nadie lo hacía. En su planta no vivía nadie. Abajo y arriba, apenas unos cuantos vejestorios entrenados en la cultura de mirar para otro lado. Nadie busca allí, nadie piensa allí. Todo discurre, como un río montaña abajo.  

A veces, pareciera que tener esperanza es demasiado pedir, pero Sergio quería pensar que no, que a veces las cosas salen bien. Estaba agotado, y ahora además también estaba nervioso. Siempre lo había sido y no había mejorado mucho con la edad. Todo estaba oscuro, pero él lo prefiere así. Tardaba más en subirle el agobio. Llevaba estresado toda la noche, estos trámites cada vez se volvían más complicados, más tediosos, más llenos de fallos.  

Al principio, había cogido sin techos, pero estaban demasiado podridos por dentro. La carne corroída, los órganos moribundos. Sergio cogió a peso el cadáver de la chica. El suelo estaba pegajoso, el ambiente cargado, la atmósfera tan espesa, la oscuridad esponjosa y acuosa. Algo crujía bajo sus zapatos. Sangre seca, huesos molidos.  

Los vagabundos no le servían, los niños tampoco. Mucho rumor mediático, muy pequeños. Aquella era la mejor solución, pero le agobiaba demasiado. Algo le subía desde el estómago y se le extendía por el resto del cuerpo. Triste, remordimientos oscuros. Odiaba hacer esas cosas. Apenas la había tocado, no más de lo estrictamente necesario, pero lo había hecho. No quería que Andrea se enfadase. No lo haría, nunca lo hacía, pero le hacía sentir mal que esa fuera la única manera de hacer las cosas. Era injusto, pero quejarse no volvía las cosas mejores, ¿verdad? No, eso solo lo lograba trabajar, hacer lo que uno tenía que hacer y seguir adelante. Si, eso creía Sergio.  

Puso el cadáver sobre la mesa larga. Con un cúter hizo jirones la ropa. Después, cogió el cuchillo ancho y la sierra. Solía sobrar con eso. Con un tajo y, después, alguno más. El ruido crujiente y húmedo de nuevo. La sangre al suelo. A veces, se resbalaba y caía, tendría que cambiar pronto las toallas del suelo. La carne caía a tiras gruesas y grasientas en algunos cubos que tenía siempre cerca. Unos cortes a unos, otros cortes a otros. Organizado siempre era mejor, le daba una sensación de control agradable, necesario en días como aquel. De fondo, algo gruñía, despierto, impaciente. Él lo sabía, así que se apuró.  

La cabeza fue lo primero que cortó. Siempre sudaba serrándola. Era duro, mucho más que como se veía en las películas. Cayó al cubo de la basura. Nunca se podía aprovechar nada de ahí, mejor quitarlo cuanto antes. Además, siempre era desagradable tener el rostro mirándolo a uno, con ojos opacos y estúpidos, como una res.  

Rajó el estómago antes de seguir. La vía más rápida para sacar lo más urgente. Era difícil agarrar órganos. Resbaladizos, oscuros, pegajosos, todo a la vez. Sin embargo, la práctica hace al maestro. Extrajo el hígado, grande y flagrante, delicioso, la parte que peor se ponía, que más apetitosa estaba fresca. Eso era, al menos, lo que él iba deduciendo con la práctica. Al fin y al cabo, la conversación con Andrea tendía a carecer de mucha articulación.  

En la otra habitación, los gruñidos eran toscos, cada vez más altos. Era su antigua habitación, a Sergio le había parecido lo más adecuado. En el suelo, había dibujado un círculo en aquel idioma ignoto. Eran letras alargadas, trazos oblongados que parecían mezclarse unos con los otros. Había tardado realmente mucho en escribirlos. Dentro, estaba Andrea.  

Esta lo miró con sus penetrantes ojos lechosos y se lanzó contra él, el círculo deteniéndola. Él le lanzó el hígado y se sentó a mirarla mientras ella lo devoraba, famélica como siempre. Sus dientes se hundían en la carne fresca y la arrancaban a destelladas sucias y desgarbadas, la sangre manchando su rostro, prácticamente hundido en la carne fresca. El ruido pastoso del aparatoso masticar lo inundaba todo. Sergio no podía apartar la mirada, como hipnotizado por ello, por su devorar, por lo feliz que parecía.  

Sergio la quería. La seguía queriendo. Obviamente, un coche no se iba a interponer entre ambos. De hecho, casi les vino mejor, porque volvieron juntos. Era inevitable, siempre lo había sabido. Todos esos momentos, ya no bonitos sino especiales, de un modo que solo el amor es. Bonitos como el mar, como el firmamento, igual de gélidos con el tiempo. Esas largas charlas tomando cerveza, él invitándola a dulces árabes, acompañándola a casa hasta tarde, planeando y riendo y mirándose a los ojos con el brillo claro de ella clavándose en el suyo. ¿Cómo iban a acabar de otro modo que no fuese juntos, amándose por siempre? Se adoraban, se necesitaban. Él le daba cosas, ella a él, era perfecto y equilibrado, cualquier otra idea era una pantomima. Le había cambiado, eso tenía que significar algo. Le había cambiado tan profundamente que, cuando lo dejó, creyó que el aire le faltaba, que el mundo se pudría y el sol se apagaba.  

Sí, definitivamente ese coche fue una bendición del cielo. Es cierto, sufrió como no había sufrido nunca. Había llorado cataratas de amarga bilis, había pensado en coger un cuchillo, uno de los de caza de su amigo Juan, y rajar al muy hijo de puta de lado a lado. Quien se lo iba a decir, ahora prácticamente podría besarle. Había costado pasar de un cadáver a lo que ahora tenía, pero el resultado era inmejorable. La quería. Ella lo quería. ¿Qué más se podía pedir?  

Sergio la miró a los ojos, la boca llena de sanguinolento y grasiento hígado. Eran unos ojos preciosos. Tras ellos, moraba algo, algo oscuro e inhumano, pero se veían los preciosos ojos de Andrea por encima, y eso era todo lo que él necesitaba. Andrea dijo algo en una lengua gutural que sonaba como eructos y siseos, todo al mismo tiempo. Cosas horribles e indecibles que Sergio no entendió y sí a la vez.  

Él se levantó y ella se lanzó de nuevo contra él. El círculo la detuvo. Sergio se incorporó y la miró fijamente, mientras ella aullaba monstruosidades impronunciables. Rugía y chillaba con voz rota, colgajos de carne azulada y verdosa le caían de una piel demacrada y arrugada, el pelo rubio teñido de pelirrojo, ahora costroso y pútrido, las uñas rotas por mil sitios, la ropa hecha jirones, los anélidos amontonándose en pedazos de hueso que asomaban al exterior. Era preciosa. Era suya. Y él era de ella. La amaba. Y ella lo amaba. ¿Qué más podía pedir alguien?  

El aire chisporroteó. El círculo parpadeó y la barrera arcana comenzó a ceder. Sergio asintió lentamente a nada en particular y se acercó a la mesilla de noche, donde descansaba el libro. Uno de pasta negra y hojas amarillentas, como en todos los libros de ese estilo. Un tomo que le había costado mucho conseguir, mucho tiempo y dinero, esfuerzos y atrocidades. Había tenido que hacer cosas horribles a niños, a gente buena que no merecía cosas malas. Había tenido que convencerlos para que se lo dieran, ganarse su confianza. Era complicado, como la vida misma. No siempre la vida es justa, aunque a veces recompensa los sacrificios.  

Una mano de Andrea ya se había escapado del círculo y se retorcía con gesto cruel. Ella aullaba, gritaba hasta desgañitarse. Sergio pasó las páginas sin demasiada prisa. El círculo parpadeaba, olía a cerdo asado, a pelo ardiendo. Leyó unos salmos, tal y como le habían enseñado a hacerlo. Andrea retrocedió inmediatamente, quedando de nuevo en medio del círculo.  

Él, con tranquilidad, volvió a dejar el libro en su sitio y se sentó de nuevo delante de Andrea. La quería y ella lo quería a él, ¿qué más se podía pedir? Ella gruñó algo ininteligible. Él la quería. Y ella lo quería. Siempre, siempre la amaría, siempre se amarían.  

Siempre.  

La amaba en sus oscuridades, pensaba Sergio. La amaba en sus suciedades, pensaba Sergio. La amaba en lo bueno y en lo malo, pensaba Sergio. La amaba y la amaría por siempre, pensaba Sergio. 

Los ojos desalmados de Andrea miraban a los lados, como un carroñero alterado. Sergio rompió a llorar de nuevo. De fondo, más gruñidos, exigiendo carne fresca.  

Amor, ¿quién podía pedir algo más? 


 

Chica Sombra

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